Del culto clásico o posmoderno a la personalidad
Escrito por Luis Barragán | X: @luisbarraganj   
Lunes, 28 de Octubre de 2024 00:00

altEn todo liderazgo, luce natural una constante y modesta tensión narcisista que los especialistas dirán cuán eficaz es

como escudo de defensa ante un entorno que intimida y devora. El problema reside en el desbordamiento que traduce un severo trastorno mental fácilmente identificable en todos y aún en los más modestos ámbitos, pero muchísimo más notorio en el de la industria del entretenimiento y, cual sucursal, en el político.

Los regímenes autoritarios y totalitarios desarrollan una dinámica de inevitable dependencia con el dictador que los explica, cuya existencia legitima la propia existencia de todos, incluyendo la versión que difunde de un estilo de vida imitable, aunque – por una parte - difícil de hacerlo al monopolizar el heroísmo y los recursos materiales que le dan soporte a la leyenda, y – por otra, peligrando – corre alguna sospecha de inautenticidad, simulacro, falsedad. Por una cada vez más precaria institucionalidad, la supervivencia del régimen mismo la deducimos por la del partido oficialista y su nomenklatura, o, prefiriéndola, la de una dinastía obvia y literalmente familiar.

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En un libro publicado el año pasado en español por Ediciones Deusto, el cual recomendamos, Sergei Guriev y Daniel Treisman distinguen entre el culto clásico a la personalidad que “implicaba una veneración casi religiosa del gobernante”, impuesto de arriba a abajo, con rituales de lealtad, y una amplísima difusión de las obras escritas y de la iconografía del agraciado; y el culto a la fama, surgido con la espontaneidad y los cálculos de un hábil mercadeo, de ritos voluntarios, serios y también humorísticos, y objetos susceptibles de una amplia comercialización (“Los nuevos dictadores. El rostro cambiante de la tiranía en el siglo XXI”, Barcelona: 113 ss.). Posmodernidad aparte, el ejercicio efectivo y prolongado del poder, reporta abundantes ejemplos históricos. Sin embargo, parece válido diferenciar entre uno y otro culto, o entenderlos como fases complementarias, pues, recordamos, Chávez Frías – por siempre, autorreferencial – gustó y mucho de su exaltación protocolar como jefe de Estado y de las manifestaciones de admiración y reconocimiento de sus profusas imágenes, como la de procurar la aclamación en un estadio estadounidense al lanzar la primera bola de un juego, ataviado como beisbolista, y de pasearse brevemente por la alfombra roja al visitar el festival cinematográfico de Cannes.

Quizá sea demasiado común que las personas aspiren a convertirse en ricas y famosas, cuando unos aspiran a la prosperidad y simultáneamente al anonimato para un mejor disfrute de sus abundancias, u otros al rápido y jubiloso reconocimiento del resto de los mortales, a pesar del empobrecimiento. Y si tratásemos de algunos defectos parciales o totales del culto, suponemos que uno de los peores está, valga el detalle, en la ausencia de poder real, levantado sobre las meras expectativas.

En efecto, interesante caso clínico, es quien cultiva su personalidad, la recrea y demanda reconocimiento, camino al poder, pues, camino al fin y al cabo, no se tiene y también se está lejos de obtenerlo, pero se cuenta con el séquito necesario para inflamar una ilusión.  Posiblemente sea absurdo, mas ocurre, que haya un culto a la personalidad en sectores, grupos, corrientes o tendencias políticas, sin un poder que lo autentique y sirva de soporte. 

 

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