La tesis predominante que intenta explicar el “mal funcionamiento de la cárcel” hace énfasis en factores operativos e impulsa reformas que no dejan espacio a cuestionamientos de fondo sobre su rol social (político). La constante histórica de su aparente fracaso, y la retórica discursiva de la búsqueda de soluciones, parecen consolidar su mantenimiento y refuerzo de la mano de su “papel rehabilitador y carácter humanista”.
La fuente de este tipo de abordaje se embebe del énfasis tecnicista de la ciencia moderna y no de un pensamiento edificante. Estimular reflexiones en torno al rol de la cárcel, y a la manera de abordarla, develará, quizá, que no funciona tan mal como se piensa ni es tan “inútil” como parece ser. Palabras clave: Reforma/fracaso de la cárcel, rehabilitación, humanismo, ley y ciencia penal moderna, reproblematización, Michel Foucault.
1.- Entre reforma y fracaso: La cárcel y su “mal funcionamiento”. La denuncia permanente sobre el mal funcionamiento de la cárcel parece ya una tradición humanista. Cada vez que se habla de cárcel se habla de problema, de crisis, de una situación perjudicial de difícil solución que hay que atacar con carácter de urgencia y con todos los medios. Sin embargo, y a pesar de esta aparente voluntad política de alcance internacional, no conozco un sistema carcelario que no esté en “crisis” permanente. La crisis supone un cambio importante en el desarrollo de un proceso. Pero, ¿qué cambios significativos se han producido en la manera de ver y abordar el tema carcelario? Es casi imposible evitar que en una institución de encierro como la cárcel existan problemas graves que resolver; la negación del derecho a la vida (1) en su seno, sigue siendo el aspecto ético más preocupante que impulsa buena parte del trabajo de académicos, políticos y voluntarios, en general. Los elementos visiblemente “malos” de la cárcel son fáciles de identificar: hacinamiento, aflicción, violencia, ocio, enfermedad, incomunicación, control, coerción, encierro, en resumen, la antivida, lo antinatura, la muerte. Las reformas periódicas parecen toparse con obstáculos de tipo operativo que las condenan a tener poco alcance, éxito y duración.
Las causas más denunciadas del aparente fracaso de la cárcel, y de sus continuas reformas, pueden ser resumidas en la falta de recursos y especialistas, corrupción, ausencia de voluntad política, incompetencia de los operadores del sistema de justicia, inadecuación de las leyes, entre otras. Se intentan corregir esos defectos proponiendo, y justificando, reformas que a lo sumo logran acomodar aspectos circunstanciales para prontamente degenerar o dar paso a fracasos sucesivos y reiterados, es decir, la cárcel vuelve a “funcionar mal”. Reforma- error-fracaso-reforma, ¿no es así como podría resumirse la política pública en materia penitenciaria en épocas modernas? Qué hacer, con qué recursos, qué reformas implementar, con qué métodos, parecen ser, sin duda, los trabajos pendientes para la comunidad intelectual y gerencial ligada al sistema penitenciario. Este tipo de análisis sobre la cárcel como tema-problema, la búsqueda incesante de una “solución”, parece ocupar el grueso de la discusión, y actuación, en torno a esta institución de secuestro sin dejar casi cabida a otro tipo de razonamiento, aquel que se adentra en el fin último de la prisión, en su rol político. Esta retórica predominante, que parece ser casi incuestionable, sobre que la cárcel mejorará a través de reformas, no soportaría, a nuestro modo de ver, interrogantes de base elemental como por ejemplo: ¿qué es lo que se supone debe funcionar bien en una institución con las características de la cárcel?, acaso ¿no es el encarcelamiento siempre inherentemente aflictivo?
¿No constituye el encierro mismo la negación del proyecto humano, y de su desarrollo y transformación plena? En fin, ¿qué piso teórico sigue manteniendo a la “reeducación para la reinserción social” como eslogan máximo del humanismo criminológico? (2) La retórica sobre su “mal funcionamiento” parece venir justificando la propia existencia de la cárcel y su progresivo fortalecimiento. Al respecto de la eterna crisis de la cárcel señalaba Michel Foucault: ...hay que asombrarse que desde hace 150 años la proclamación del fracaso de la prisión haya ido siempre acompañada de su mantenimiento (Foucault, 1.975: 277). Sobre el fracaso global e histórico de la cárcel nos podríamos preguntar, de manera nada ingenua, si es que acaso no ha existido en el mundo algún gobierno con suficiente voluntad política para “resolver el problema”, si alguno no habrá dedicado los recursos suficientes, si no se habrán dispuesto los especialistas que se requieren, si es que no han existido, en ninguna latitud, leyes pertinentes y eficaces. Definitivamente, cuesta trabajo aceptar la tesis de que el “ineficientismo estatal” sea la principal causa del mal funcionamiento de la cárcel. Estas líneas pretenden precisamente ser una invitación a reproblematizar la manera de abordar el tema carcelario; reflexionar sobre la manera de pensar y actuar lo que se cataloga como un problema social, repensar sus postulados y fines oficiales, remover la arena movediza en la que, como tema-problema, ha caído envuelta en la tesis del reformismo. Un reformismo cuyo norte apunta, en teoría, a alcanzar el objetivo oficialmente declarado de la prisión: la rehabilitación, vestida de gala de humanismo.
2.- Notas sobre la rehabilitación y su contextualización histórica en Venezuela. Modernamente, es difícil encontrar un sistema de justicia penal que, a nivel mundial, no proclame a la rehabilitación como la razón de ser de su sistema penitenciario, Venezuela no es la excepción. El término rehabilitación refiere el “conjunto de técnicas y métodos curativos encaminados a recuperar la actividad o las funciones del organismo perdidas o disminuidas por efecto de una enfermedad o de una lesión” (Diccionario Clave, 1997). Grosso modo, la “enfermedad” del individuo, en este caso, se expresaría en un comportamiento antisocial catalogado como delito por la legislación. En el caso de los delitos que acarrean una sanción privativa de libertad, el encierro constituiría la manera en que, a través de especialistas y en un tiempo determinado, se vuelve a habilitar al individuo para la vida en comunidad. Pero, es obvio que el encierro pretende compartir también otros fines que, aunque sí insinuados, no son oficialmente proclamados: disuadir, apartar, castigar, resarcir el daño a la víctima y, en algunos países, hasta eliminar a los considerados “irrecuperables”. Así, extrañamente la cárcel debe reunir las condiciones para buena parte de todo esto y, a la vez, para rehabilitar al “enfermo”.
Lo menos que se podría afirmar ante esta conjunción de misiones irreconciliables es que la prisión, así concebida, contiene una carga de irracionalidad teleológica que hace simplemente imposible su propósito rehabilitador. La rehabilitación ha tenido diversas connotaciones históricas en nuestro continente, y particularmente en nuestro país. En la legislación española que se implantó en las colonias, la rehabilitación no tenía nada que ver con esta concepción actual del término. Era considerada como una gracia que otorgaba el rey, una vez que el condenado cumplía su pena, en la que se le restituían los derechos civiles; era una especie de eliminación de los efectos colaterales de la pena (Camargo en Contreras y López, 2.000: 68). De la colonia a los primeros años de nuestra vida republicana, lo penitenciario se fundamentó en el castigo y la venganza. A mediados del siglo XIX, se acoge, en cambio, la idea del aislamiento, segregación y retribución.
En 1897 había afirmado el general José Manuel Hernández (el Mocho), jefe del llamado nacionalismo, que Venezuela no había sido, hasta entonces, otra cosa que “una monarquía militar, centralista y oligárquica”. El siglo XX en Venezuela abre con la invasión acaudillada andina del general Cipriano Castro realizada en 1899. Ni el Castrismo de 1899 a 1908, ni el largo período gubernamental de Juan Vicente Gómez, comprendido entre 1908 y 1935, configuran un tiempo peculiarmente caracterizado por la vigencia de condiciones que estimularan la confrontación política doctrinal. Sin embargo, el período gomecista es muy rico para el análisis de las instituciones venezolanas, en especial, de la carcelaria.
La “inquietante situación del país, la inseguridad social, la crisis económica y el avance del comunismo”, eran suficientes razones para la perpetuación del General Gómez en el poder por 27 años. A través de esta dictadura, el país sería manejado como un feudo, o mejor, por su vocación a la agricultura, como su enorme hacienda. En la Venezuela de 1920, cerca del 80% de la población era población rural y campesina. Gómez se erigiría no sólo en Jefe de Estado, sino también en “Director de la Rehabilitación Nacional”, para dedicarse a “crear prosperidad” (Velásquez, 1993: 3). No obstante, la actividad política mas frecuentada por estas épocas era el destierro o encarcelamiento de todos los jefes conocidos de la oposición, o su eliminación física, acallar todas las formas de expresión política, en fin, imponer la paz armada.
El programa que lanza Gómez denominado Rehabilitación buscaba “curar” las debilidades del país. En esta búsqueda se comenzaría por eliminar algunas restricciones a la libertad de comercio e industria y se restablecerían las relaciones amistosas con algunos países europeos como Holanda, Italia, Francia, y principalmente con Alemania e Inglaterra, quienes habían protagonizado un embargo comercial y militar en 1902, amenazando así la soberanía nacional. De esta manera, en un ambiente de imposición por un lado y de seria convicción de nuestra enfermedad por el otro, se implantan en Venezuela los modelos de industrialización importados de Europa para la rehabilitación del país. Se comienza entonces la construcción de las primeras industrias y la creación del ejército disciplinado del que tanto se enorgullecieron los Generales Gómez y López Contreras. Sin embargo, “esta carrera para ponerse, aparentemente, a la par de los países “avanzados” en la senda del progreso, va acompañada de un comportamiento político caudillista y otros fenómenos sociales -por ejemplo, el uso de la prisión como mecanismo de control político (o una industrialización de fachadas solamente)- que desencaja completamente con el modelo de desarrollo de las sociedades industrializadas” (Contreras y López, 2000: 77). Paralelamente al uso de la prisión como instrumento de control político, Gómez alcanzó a realizar siete reformas constitucionales conservando siempre inalterables los artículos que garantizaban, en teoría, “la libertad de pensamiento expresado de palabra o por medio de la prensa”, “la libertad de reunión, sin armas, pública y privadamente, sin que puedan las autoridades ejercer acto alguno de coacción, y la libertad de asociación…” (Constituciones de 1909, 1914, 1922, 1925, 1928, 1929, 1931). Así pues, a nivel estatal, la cárcel no era considerada como un “problema” ya que, en primer lugar, no fue sino hasta la muerte de Gómez en 1935 cuando la palabra “problema”, desterrada desde hacía mucho tiempo, recobraba su sentido en un país “oficialmente feliz” (según Mariano Picón Salas en Suárez, 1977: 20). Por otra parte, el uso político de la cárcel parecía resolverle al rehabilitador de la nación muchos problemas que ocasionaban “los revoltosos” en su tarea de saneamiento. Algunos llegaron a opinar que fue sólo hasta 1936, con la muerte de Gómez, cuando había comenzado el siglo XX para Venezuela (según Picón Salas a su regreso de su exilio voluntario en Chile, en Chiossone, 1980: 243). Ahora bien, ¿con qué realidad despertaría la Venezuela democrática a la muerte del dictador? Según el Sexto Censo Nacional de 1936, Venezuela tenía 3.491.159 habitantes. Sólo el 20% de ellos, vivían en centros urbanos, el resto radicaba en medios rurales o se encontraban vinculados a actividades agrícolas y pecuarias. En el campo la casi totalidad de la tierra estaba en manos de latifundistas. Las clases sociales podrían clasificarse en 5 grupos: en primer lugar la clase latifundista, luego un sector que se podía calificar de burguesía, conformada por la alta banca, la industria, el fuerte comercio importador y el exportador. Se les acusaba de agio, usura, hipotecas y leoninos negocios especulativos sobre el mercado de divisas (3). Después del sector latifundista y el burgués, viene uno de los sectores más numerosos ubicado en las capas medias de la población, conformado por los comerciantes e industriales de limitadas posibilidades económicas, los agricultores medios y pequeños, algunas capas de profesionales, entre otros. El sector más numeroso lo representaba el campesinado que no presentaba un aspecto homogéneo (4) pero en general sufre una secular opresión, del tipo feudal-criollo impuesto en América por la Colonia. Este feudalismo sui generis caracteriza todas las relaciones de producción que se establecen en el seno de la gran propiedad, y entre ellas y los otros sectores económicos: los bajos salarios, la vida servil, la unión patriarcal, entre el amo y la peonada. El pago en fichas, las deudas heredadas de padres a hijos, las servidumbres que impiden a los trabajadores del campo el acceso a las fuentes de agua y a los caminos vecinales. Por último, están las clases trabajadoras (manuales e intelectuales) que aunque representan el sector menos importante desde el punto de vista numérico, se le considera un factor decisivo en las luchas reivindicativas, se podía distinguir el obrero (5) , el empleado y el artesano (Tomado de la Tesis Política y Programa del Partido Democrático Nacional “PDN”, aún ilegal, presentado en 1939, en Suárez 1977: 250). Podría afirmarse que hasta el derrocamiento del Presidente Medina Angarita en 1945, la misión principal de los gobiernos estaba enfocada en la creación de instituciones, inexistentes o muy escasas hasta entonces, que contribuyeran a “sanear e incrementar la población”, a superar las epidemias de paludismo, tuberculosis y enfermedades venéreas, superar el alto índice de analfabetismo y modernizar las telecomunicaciones. De este modo se estarían creando las condiciones mínimas para incorporar el país al “desarrollo” (Dávila y Miliani, 2000: 16-17). Pero ese desarrollo no parece haber llegado nunca aunque habría que admitir que el esfuerzo modernizador a la caída de Gómez tuvo efectos cuantitativos en las primeras tres décadas, especialmente en cuanto a la masificación de la educación, la caída de la tasa de mortalidad infantil, la concreción de políticas sanitarias y la disminución de la pobreza. En 1980, el 80% de población (el mismo porcentaje que era rural y campesino en 1920), se había trasladado a las ciudades venezolanas viviendo en condiciones deplorables puesto que este éxodo del campo a la ciudad no fue acompañado de una política estatal de desarrollo de los servicios urbanos para esta migración. Así, la mayor parte de estos índices de modernización alcanzados comienzan a revertirse. Además de los padecimientos materiales por carecer de servicios básicos, la “original cultura campesina se fue desvaneciendo ante el imponente ofrecimiento de una cultura moderna que nunca llegó. El resultado fue eso que podría llamarse cultura marginal, que es la nefasta madre del estruendoso modo de criminalidad y violencia de la que son testigo nuestros barrios marginales” (Fuenmayor, 2001: 6). Ya para 1960 se habían consolidado los planteamientos positivistas en la ejecución de las penas y la ideología de la defensa social. Así nos encontramos con el terreno abonado para la aparición del modelo de ejecución de tratamiento clínico, progresivo, individualizado y técnico. Es entonces cuando surge el ideal de la rehabilitación mediante el modelo clínico-médico en las prisiones. Los delincuentes son enfermos sujetos a tratamiento, estudios de personalidad criminal, diagnósticos y pronósticos. Devolver a la sociedad ciudadanos de bien, curados de “su enfermedad” social es la meta (Marcos Martínez en UCAB 2001: 25- 26). La Constitución Nacional de 1.961 (Venezuela, 1.961), vigente hasta Diciembre de 1.999, ya orientaba que las medidas aplicadas sobre los sujetos considerados “en estado de peligrosidad” debían estar dirigidas hacia la readaptación con fines de convivencia social (Venezuela, 1961. Artículo 60, ordinal 10). Ya para estos años, el perfil de los presos de la cárcel venezolana había cambiado. La reclusión por razones políticas de principio de siglo parece haber dado paso a un criterio de selección basado en la pertenencia a una determinada clase social: la de los pobres, los “marginales”, eso a pesar de que está claramente demostrado que el perfil de nuestros presos no es el perfil de la delincuencia predominante en nuestros días; baste con mencionar los delitos de cuello blanco, el tráfico internacional de drogas, los delitos ecológicos, el lavado de dinero, “producen un número de delincuentes más numerosos y que causan a la sociedad gravísimos males, claro está, mucho mayores que los que nos causan nuestra mal llamada delincuencia común” (Marcos Martínez, en UCAB 2001: 22). En otras palabras, visto en razón del perfil socio-económico de los presos, la delincuencia sería una enfermedad que ataca ahora, casi exclusivamente, a los excluidos, y la riqueza un extraño anticuerpo que “inoculiza” la enfermedad de los que la poseen. Ante la tragedia social y vergüenza nacional en que se fueron convirtiendo las cárceles venezolanas modernas, la Asamblea Nacional Constituyente de 1999,con poder originario para “refundar” la República de Venezuela, aprobaría un primer Decreto de Emergencia Judicial que contemplaba la intervención emergente del régimen penitenciario para lograr una “profunda reestructuración del funcionamiento de los establecimientos penitenciarios” (Venezuela, 2000a), mientras se trabajaba en el modelo jurídico que definiría al nuevo sistema penitenciario nacional, en crisis desde hacía tiempo. Posteriormente, haciendo un esfuerzo legislativo sin precedente, se logró establecer un marco legal constitucional que dejaba en claro que la rehabilitación constituía el fin de la cárcel venezolana (Venezuela, 2000b, artículo 272). No obstante los esfuerzos, y la propia evolución hacia la tesis rehabilitadora de la cárcel, el marco jurídico normativo expresado en las leyes desarrolladas, como fue el caso también de la Ley de Régimen Penitenciario, en Venezuela se absorbieron los principios de una cárcel resocializadora cuya historia nosotros no conocíamos, y no fue producto de una reflexión acorde con un problema, donde la realidad social estaba a dos siglos y muchos kilómetros de distancia (Europa). Nunca existió, por tanto, una formación ni concepción rehabilitadora (no al menos como hoy en día está concebida), especialmente de los funcionarios que laboran en nuestras cárceles, a pesar de sí haberla en la normativa que la rige. Por lo que, en nuestro contexto, las cosas pueden depender de si un director de cárcel se decida por esta tendencia, aún cuando legalmente este obligado (Boueiri y Sulbarán, 2000: 16).
Ahora bien, no obstante que la rehabilitación es el objetivo formal de la cárcel en Venezuela, los estudios empíricos reflejan unas enormes incoherencias en relación con lo que los operadores del sistema penitenciario venezolano piensan que es su misión, aunque la tendencia es hacia el castigo. Veamos un ejemplo con base en un estudio de campo: “los resultados más impactantes en relación con los objetivos de la cárcel son aquellos relativos a la reclusión versus el castigo. Los vigilantes en [la cárcel de] Mérida ven con unanimidad el castigo y no la reclusión como un objetivo de la cárcel. Los supervisores de Mérida están divididos en relación al castigo versus la reclusión como objetivos de la cárcel, aunque se inclinan más por el castigo. Esto sucede, a pesar de que los directivos de Mérida por unanimidad señalan que la reclusión sí es un objetivo de la cárcel mientras que el castigo no lo es” (Jordan e Hidalgo, 1996: 273). 3.- La vocación “humanista-rehabilitadora” de la cárcel y sus constantes reformas legislativas. Una de las actividades reformistas más comunes en relación con la cárcel es la aprobación, derogación y/o modificación de leyes penales. Pareciera que la prisión debe estar siempre en continuo reordenamiento y se precisa de un programa especial que la lleve siempre hacia su reforma, una reforma que parece llevar siempre al mismo lugar del que partió, una reforma que lleva implícita su función: el constante fracaso y el comienzo de una nueva (Newmark, 2004). Prestemos un poco de atención a una importante y reciente reforma legislativa de carácter humanista y rehabilitador. La Constitución de la República Bolivariana de Venezuela (CRBV), en su artículo 272, consagró los principios rectores que regirán la actividad penitenciaria en nuestro país de esta manera: “El Estado garantizará un sistema penitenciario que asegure la rehabilitación del interno o interna y el respeto a sus derechos humanos. Para ello, los establecimientos penitenciarios contarán con espacios para el trabajo, el estudio, el deporte y la recreación, funcionarán bajo la dirección de penitenciaristas profesionales con credenciales académicas universitarias… El Estado creará las instituciones indispensables para la asistencia postpenitenciaria que posibilite la reinserción social del exinterno o exinterna y propiciará la creación de un ente penitenciario con carácter autónomo y con personal exclusivamente técnico” (Venezuela, 2000b).
Históricamente es la primera vez que, con rango constitucional, se establece que el norte de la política penitenciaria del país, y el fundamento del resto de la legislación carcelaria, debe ser la rehabilitación para la reinserción social. No obstante variados estudios científicos han demostrado, incluso a través de exámenes clínicos realizados mediante los clásicos test de personalidad, los efectos negativos del encarcelamiento sobre la psique de los condenados y la correlación de estos efectos con la duración del encierro (Barata, 1986). Se parte de la falacia de que, a través de una especie de tratamiento dirigido por especialistas, técnicos y profesionales, por medio del trabajo, el deporte, el estudio y la recreación, se puede lograr eso que se denomina la reinserción social; esto a pesar de que los estudios de este género concluyen que la posibilidad de transformar a un delincuente violento asocial en un individuo adaptable a través de una larga pena carcelaria no parece existir, y que el instituto penal no puede realizar su objetivo como institución educativa (Baratta, 1986). Este artículo de nuestra Constitución recoge un pensamiento de carácter humanista-rehabilitador, que cree no sólo posible la transformación del hombre en la cárcel (6), sino que asume y declara un mecanismo “científico” para lograrlo.
Michel Foucault reúne el pensamiento político de toda una época de buenas intenciones. Puede decirse que lo que salta a la vista en sus ideas es la deslegitimación radical del saber mismo, esto es, de las “ciencias humanas”. Para este pensador, el castigo constituye una función social compleja y, la cárcel, un elemento ilustrativo para re-problematizar otros temas de sumo interés como el saber mismo. Marca una metodología distinta para el estudio de unas nuevas formas de poder. La época que escoge para su análisis se ubica entre finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX cuando termina el castigo como espectáculo y se relaja la acción sobre el cuerpo del condenado. En su libro Vigilar y Castigar, Foucault practica una pedagogía de las formas del poder, esta pedagogía nos propone una nueva forma de ver las cosas, desengañándonos de las bondades de la Revolución de ese entonces y rechazando la supuesta humanización de las formas de administrar el poder (7). Decía Foucault: “el humanismo ha sido el modo de resolver en términos de moral, de valores, de reconciliación, problemas que no se podían resolver en absoluto. ¿Conoce usted la frase de Marx?: La humanidad no se plantea más que los problemas que puede resolver. Yo pienso que se puede decir: ¡el humanismo finge resolver los problemas que no se puede plantear!”(8).
El profesor Hjalmar Newmark, a propósito de una reseña a la obra política de Michel Foucault, piensa que quizá el punto central sobre el que gira todo el cuestionamiento a la manera en que la sociedad pretende solucionar el problema de la delincuencia está en cómo se utilizan los dispositivos para controlar más que para corregir, para crear redes de poder más que para reintegrar al infractor de nuevo en la sociedad; a este nuevo poder de normalizar y diferenciar Foucault lo denomina disciplinario y así mismo a la sociedad donde se desarrolla. Encontramos sus expresiones cotidianas y sus tácticas en todo el cuerpo social y sus instituciones, y no es necesariamente en la prisión donde se debe centrar la atención, sino allí donde precisamente no resulta evidente la manifestación de ese poder, en cualquier lugar en donde se manifiesta lo político de nuestra sociedad (9).
Bajo una óptica foucaultiana, podríamos afirmar que el propósito del legislador venezolano pareciera coincidir con la tesis de la “sociedad disciplinaria” que Foucault describía. Así, los rasgos ‘rehabilitadores’ descritos en el artículo 272 (educación, trabajo, deporte, tratamiento postpenitenciario, profesionales especialistas) encajan con la idea de que la cárcel [venezolana] es un instrumento de normalización social (como las escuelas, hospitales, ejército, tribunales, etc.) y, por tanto, concluiríamos que la institución carcelaria sigue teniendo sentido aunque ‘sea inútil’ tal cual como está concebida. Pero, paradójicamente el mismo artículo 272 señala, al mismo tiempo, un postulado de suma importancia: “…En todo caso, las fórmulas de cumplimiento de penas no privativas de la libertad se aplicarán con preferencia a las medidas de naturaleza reclusoria” (Venezuela, 2.000b).
A este respecto resulta interesante contrastar los dos postulados, de fondo, que contiene el artículo 272 en cuanto a privación de libertad. Por una parte establece el principio de la cárcel como última opción, como queriendo decir que ‘es mala’, ‘que no sirve para lo que dice servir’ y por tanto ‘hay que evitarla’. Pero, a la vez, se reproduce todo un modelo constitucional orientado a la “rehabilitación” que encaja con la descripción foucaultiana de la cárcel inútil (trabajo, estudio, especialistas) que históricamente sabemos ha fracasado, pero que se constituye también en guía del resto del ordenamiento jurídico y de la política criminal del país. Ciertamente el artículo 272 de la CRBV reafirma, paradójicamente, la ‘confianza’ en el papel “rehabilitador” de la cárcel, pero, al mismo tiempo, ordena evadirla porque no cree en ella. ¿Cómo explicar este aparente sinsentido jurídico? ¿Acaso fue un error de técnica legislativa? ¿Un acto de benevolencia humana ante la tesis del mal necesario que representa para algunos la cárcel? Veamos si con esta idea podemos intentar dar alguna explicación. El poder, afirma Foucault (1977), es una situación estratégica. Donde hay poder hay resistencia, y ésta no es exterior a la relación de poder sino interior a ella. No hay poder sin dominador, pero tampoco hay poder sin dominado. Lo único que no puede hacer el primero con el segundo es eliminarlo porque eliminaría, así, su propio poder que estriba en su preponderancia en el interior de la relación establecida. El poder no se expresa en actos de pura negatividad. “Por eso el derecho prohíbe, pero permite; censura, pero obliga a hablar; ordena, pero convence; impone, pero persuade. El derecho como discurso de poder se despliega entonces con el sentido que los miembros de la relación implicada, individuos, grupos o clases, consiguen imponerle, en el desarrollo de sus propias y contradictorias estrategias históricas” (Cárcova, 1998: 162). Es inevitable pensar, además, que quienes evadan la pena privativa de libertad pertenezcan a la clase social dominante ya que no es nuevo en nuestras sociedades la discriminación social ante la ley penal, esto no necesariamente por procesos medidos y calculados de discriminación, sino porque el acceso a la justicia se mide, en buena parte, por la capacidad que tienen los imputados de pagar los costos del proceso para demostrar su inocencia o culpabilidad.
Para Foucault existe una verdad innegable: La prisión no puede dejar de fabricar delincuentes. Los fabrica por el tipo de existencia que hace llevar a los detenidos: ya se los aísle en celdas, o se les imponga un trabajo inútil, para el cual no encontrarán empleo, es de todos modos no “pensar en el hombre en sociedad; es crear una existencia contra natura inútil y peligrosa”; se quiere que la prisión eduque a los detenidos; pero un sistema de educación que se dirige al hombre, ¿puede razonablemente tener por objeto obrar contra lo que pide la naturaleza? (Foucault, 1.975: 270-271). Para este pensador, una de las labores de importancia de la filosofía en nuestros días es tratar de poner en evidencia la normalización y exponer sus tácticas; cualquier otra cosa, a su modo de ver, sería promocionar la función disciplinaria, aquí, no hay duda del lugar a ocupar. Habría que añadir que con posterioridad a la puesta en vigencia de este principio constitucional que establece “la cárcel como última opción”, se han realizado en Venezuela varias reformas penales que refuerzan, paradójicamente, a la prisión como pena por excelencia (ver reformas del Código Penal, Ley de beneficios en el proceso, Ley de redención de la pena por el trabajo y el estudio, entre otras). Esto sin contar con las múltiples contradicciones ideológicas que siguen conviviendo, en un mismo sistema legislativo: reinsertar; castigar; apartar; tratar; privar. Un ejemplo que ilustra bien estas contradicciones es el referido a que nuestras penas están establecidas con un carácter fijo en cuanto al tiempo a cumplir, a pesar del espíritu de progresividad que implica la rehabilitación. Otro es que nuestro Código Penal vigente se sigue apoyando, casi exclusivamente, en la privación de libertad concebida con carácter retributivo a pesar de existir en nuestra legislación otras categorías de penas distintas a la pena privativa de libertad. Así, “la opacidad del derecho, su intransparencia, la circunstancia de que no sea cabalmente comprendido, etc., al menos en el marco de las formaciones sociales contemporáneas, lejos de ser un accidente o, acaso, un problema instrumental susceptible de resolverse mediante oportunas reformas, se perfila como una demanda objetiva de funcionamiento del sistema. Como un requisito, tendiente a escamotear -como la ideología en general- el sentido de las relaciones estructurales establecidas entre los sujetos, con la finalidad de legitimar/reproducir las formas dadas de la dominación social” (Cárcova, 1998: 160).
De acuerdo con Foucault, la “microfísica” del “saber-poder” (o del “poder-saber”) no cambia con el simple cambio de gobierno, por revolucionario que sea ya que este proceso normalizador no emana de un centro de poder particular, sino más bien, se encuentra difuminado en el cuerpo social. Así pues, llegamos en estos tiempos de profundos cambios políticos, otra vez, a exaltar la tesis de “cuerpo y mentes sanas” para alcanzar tan anhelado objetivo, el cambio que se desea producir, la cura, la re-inserción del nuevo hombre en la sociedad. No es de extrañar que así finalice el discurso político de un funcionario público ante un auditorio con vocación humanista, lo paradójico aquí es observar cómo este tipo de postulados se ha insertado perfectamente en el discurso académico dominante hasta el punto de convertirse en principio rector de las tesis criminológicas modernas, esto a pesar de que la misma “ciencia” ha puesto seriamente en duda la tesis rehabilitadora de la cárcel. Así, seguimos insistiendo en construcciones legislativas, administrativas, e incluso teóricas, para reparar los defectos operativos que imposibilitan esta función. Andamos en búsqueda de la solución técnica y gerencial que haga posible una cárcel más humana. 4.- La posible raiz del abordaje “problemático” de la cárcel. Ideas para reproblematizarla. La conformación cultural -especialmente la del conocimiento- ha sido moldeada, en Venezuela, por diversas corrientes de pensamientos foráneos que corresponden a diversas etapas históricas vividas en nuestra nación, a mencionar las más importantes: el pensamiento impuesto durante la colonización; el pensamiento de los libertadores (que a la vez se embebe del pensamiento humanista básicamente europeo de la época), y el pensamiento más reciente correspondiente a la etapa modernizadora. En relación con la etapa modernizadora, compartimos la tesis de un grupo de investigadores venezolanos que señala que las instituciones públicas venezolanas –y de la mayor parte de los países subdesarrollados- son el resultado del intento por transplantar las instituciones de la Europa Moderna en esta parte del “nuevo mundo”. Aunque el cuerpo normativo y los modos organizativos formales de nuestras instituciones mantienen gran parecido con el modelo moderno original, la más mínima observación reflexiva revela que el papel social desempeñado efectivamente por nuestras instituciones se distancia, a veces abismalmente, de ese patrón moderno original (Centro de Investigaciones en Sistemología Interpretativa, 2003).
En Latinoamérica, en general, se pretendió que hiciéramos un esfuerzo histórico para recuperar los años de “atraso” en relación con Europa y con los países desarrollados como USA, para así alcanzar las tan anheladas ventajas que traía consigo la modernidad. Sin embargo, el intento por la implantación de sus bondades originales no pudo impedir determinadas prácticas aberrantes, particularmente, en el área de la ciencia: la fragmentación del conocimiento, la promoción del pensamiento simple, ahistórico, descontextualizado, tecnócrata y eficientista. La moda instrumentalista cobró buen espacio en el desarrollo de la ciencia y de la enseñanza en nuestros países. En el tema que nos ocupa, la rehabilitación podría ser un buen ejemplo para ilustrar alguna de estas prácticas. En efecto, podríamos afirmar que dimos un salto desde las formas y modelos de castigos coloniales (torturas, pena de muerte) hasta la “rehabilitación para la reinserción social”, obviando todo el período de la Ilustración, como trayecto histórico que si vivió Europa, producto de procesos reflexivos y lentos para alcanzar el consenso colectivo que significó la imposición de la racionalidad punitiva por un convencimiento madurado. Dicho sea de paso, esta afirmación no implica necesariamente que la institución de la rehabilitación haya cosechado los logros que se le atribuyeron en su diseño original en los países llamados desarrollados.
En el caso de Venezuela, la incluimos en la legislación con enormes contradicciones; además, es frecuente en los discursos académicos y se ventila entre los políticos compartiendo espacio, en general, con los discursos inscritos dentro de la tesis de la “mano dura a la delincuencia”, todo depende de la ocasión y del auditorio. Pero, en general, podríamos afirmar que ¡somos de los más rehabilitadores de la modernidad! No obstante, esta práctica no ha implicado un trabajo en la conciencia colectiva del venezolano, ni ha sido producto de procesos reflexivos intensos que involucren a buena parte de la masa pensante del país: políticos, intelectuales y académicos. Para agravar este cuadro, se piensa que el tema está teórica y éticamente resuelto, así la sociedad venezolana se enmascara con los productos de la modernidad para lucir moderna, y trata de “rehabilitarnos” para que seamos “como” europeos (Contreras y López, 2.000: 85). Es predominante, por tanto, la tesis que afirma que, en el tema carcelario, la solución al problema consiste en afinar elementos de tipo operativo, y no es usual la práctica que intenta plantearse, quizá por primera vez, una definición del rol social (político) de la cárcel en nuestro país.
Aunque no nos corresponde aquí realizar un tratado sobre la ciencia moderna, quisiéramos incluir algunos elementos que sirvan de base a la reflexión que intentamos presentar. Es un hecho cierto que en la ciencia moderna predomina el modelo de la aplicación técnica. En efecto, la aplicación técnica es la forma social y la verdad social de la ciencia moderna. Según el sociólogo jurídico Boaventura de Sousa Santos (Santos,1991:12-13), el modelo de la aplicación técnica posee características que lo han conducido a una crisis desde hace décadas y que hace necesario el surgimiento de otro modo de pensar y hacer la ciencia, otro modelo que él denomina el modelo edificante de la ciencia. Resumamos algunas de las ideas que sustentan su tesis, y su nuevo planteamiento. En la ciencia moderna, afirma, la aplicación del knowhow técnico vuelve dispensable y hasta absurda cualquier discusión sobre un knowhow ético. La naturalización técnica de las relaciones sociales oscurece y refuerza los desequilibrios de poder que las constituyen. Así, la aplicación técnica de la ciencia moderna asume como única la definición de la realidad dada por el grupo social dominante y la refuerza. En la aplicación edificante, el científico debe involucrarse en la lucha por el equilibrio de poder en los distintos contextos de aplicación, y para eso, tendrá que tomar partido por uno de aquellos que tienen menos poder. La aplicación edificante procura y refuerza, además, las definiciones emergentes y alternativas de la realidad; para eso, vuelve ilegítimas las formas institucionales y los modos de racionalidad en cada uno de los contextos. Este proceso de ampliación de la comunicación y el equilibrio de las competencias coadyuvarán a la creación de sujetos socialmente competentes. En el modelo de aplicación técnica, el conocimiento es unívoco y su pensamiento es unidimensional, quien lo aplica está afuera de la situación existencial en que incide la aplicación y no se afecta por ella. Aquí los saberes locales son normalmente rechazados. La aplicación edificante, por el contrario, siempre tiene lugar en una situación concreta en la cual quien aplica está existencial, ética y socialmente comprometido con el impacto de la aplicación. No obstante sus críticas, Santos afirma que el knowhow técnico es imprescindible, pero el sentido de su uso le es conferido por el knowhow ético que, como tal, tiene prioridad en la argumentación. Así, “es sólo posible a través de esta vía evitar tanto el activismo acéfalo, siempre vulnerable a la frustración y al abandono, como al teoricismoabstracto, en permanente fuga del desarrollo social en las tareas de transformación emancipatoria de la sociedad” (Santos, 1991: 16).
Nosotros pensamos que, aunque buena parte de la Universidad venezolana no ha logrado ni siquiera la tarea de la formación técnica de sus egresados, el esfuerzo modernizador se ha centrado en aplicar el método de aplicación técnico, en vez del edificante. Así, nuestra dinámica interpretativa para el análisis del fracaso de buena parte de nuestras instituciones consiste en pensar que se trata simplemente de un problema de afinamiento de las piezas; es decir, un problema de cómo organizar eficientemente los medios para alcanzar los fines previstos. Se cree que para ello se requiere desarrollar conocimientos y habilidades tanto en “tecnologías duras” (“ingenierías”, en sentido tradicional) como en “tecnologías blandas” (gerencia). Esta visión simplista y reduccionista de carácter instrumental -que sobra decirlo, constituye la concepción dominante…pierde de vista la necesidad de abocarnos a la comprensión del sentido social global de nuestras instituciones, lo cual implica entender el devenir histórico de los procesos de transplante” (Centro de Investigaciones en Sistemología Interpretativa, 2003). Repensar y reproblematizar una institución como la carcelaria “debe ser una práctica educativa que nos permita tener un sentido de ubicación histórica; que nos permita desplegar el sentido de lo que nos ocurre; que nos permita comprender, aunque sea de modo general, como llegamos a ser eso que somos en el presente” (Fuenmayor, 2001: 20), “…ese presente constituido por la confluencia histórica de infinidad de riachuelos culturales que han desembocado y siguen desembocando en este confuso mundo que habitamos… y que permita la infinita tarea de hacernos dentro de esa comprensión. Porque somos nuestro saber, el cual es inseparable de nuestro hacer” (Fuenmayor, 2001: 18). Pero para no incurrir en la misma práctica del uso de modelos explicativos foráneos sin, al menos, una contextualización básica, habría que advertir que el pensamiento foucaultiano se desarrolló en sociedades industrializadas como lo fueron las europeas y la nuestra nunca lo ha sido. No obstante, es mucho lo que se puede tomar de su pensamiento. Por ejemplo Zaffaroni, comentando la obra de Foucault, nos enseña que su epistemología institucional es casi indiscutible y explica en buena medida la naturaleza de las respuestas a la deslegitimación en nuestro margen latinoamericano, así como también algunas contradicciones positivas entre un saber generado por agencias centrales y disfuncional para las periféricas y, muy especialmente, resalta el hecho de que Foucault sugiere la posibilidad de pensar (repensar) la “colonia” (“neocolonia” y “margen”) con el paradigma de la “institución de secuestro” (10) (Zaffaroni, 1993: 47). Foucault invita constantemente a esa re-problematización de la ciencia porque, para él, el intelectual juega su oficio específico a través de los análisis que lleva a cabo en los terrenos que le son propios, en fin, participando en la formación de una voluntad política (desempeñando su papel de ciudadano). El análisis foucaultiano puede ser útil cada vez que el individuo sienta que es víctima de la función disciplinaria, que visualice la redes de poder que se tejen a su alrededor. El problema político o esencial para el intelectual, explica Foucault, “no es criticar los contenidos ideológicos que estarían ligados a la ciencia, o de hacer de tal suerte que su práctica científica esté acompañada de una ideología justa. Es saber si es posible constituir una nueva política de la verdad” (11).
En este sentido, se pudieran postular en Venezuela una serie de preguntas que, aunque de difícil respuesta, pueden iniciar una discusión de fondo sobre el problema penitenciario. Es necesario indagar sobre cómo se administran los ilegalismos hoy, si la cárcel tiene efectivamente que ver con las tácticas emprendidas por el poder para normalizar, diferenciar y disciplinar a los individuos; qué tanta participación tienen las leyes en su efectividad, cómo son, actúan y se refuerzan esos dispositivos de control, qué tanto logran alcanzar la pasividad tanto de los individuos considerados desviados como de los que no lo son. Es evidente no sólo que los fines declarados de la prisión no parecen convencer; los principios desde donde parte la actividad rehabilitadora, sus métodos y resultados, han fracasado, pero más aún, la naturaleza misma de la noción rehabilitadora es extremadamente difícil por las implicaciones filosóficas y éticas que conllevan.
Sin permiso de la “urgencia carcelaria” y sin ánimos de conducirnos al nihilismo, al desánimo activista o a la desesperación, este trabajo ha querido, hacer una invitación a la repregunta, al cuestionamiento, a la re-problematización del tratamiento mismo del tema carcelario y de su teórica razón social (política) de ser. Volverla a poner en cuestión es una iniciativa académica que suele ser poco usual, y a veces, desestimada por no ofrecer “soluciones prácticas” a “tan urgente y grave problema”. Estoy conciente de que no sólo estoy proponiendo un parto, sino el aborto de una tesis dominante que se ha engendrado, con semilla fuerte, en el vientre de nuestra academia. Invito a mis colegas a trabajar en este colectivo parto.
Notas (1): Entendemos aquí este derecho en su sentido más amplio y que excede la mera existencia humana. Nos referimos al derecho a la vida relacionada a su calidad y a su ejercicio abundante.
(2): “¿Qué clase de ser humano puede salir de ese ambiente?, ninguno. La cárcel animaliza al ser humano, convirtiéndolo en despojo, en rastros de lo que en algún momento fue un ser humano… La reeducación para la reinserción social es el eslogan máximo del positivismo criminológico, pero no cuenta en la actualidad con ningún fundamento teórico válido que la sustente, por tanto, el marco teórico en que se sustenta nuestro sistema penitenciario pasa a ser una negación del ser humano” (Yépez, Mirna en UCAB 2001: 89). (3): La banca tenía el privilegio de emitir billetes de Banco que le permitían prestar a un interés teórico del 9% y uno real del 27%, ya que sus operaciones de crédito eran hechas con billetes respaldados por la tercera parte de su valor oro. (4): En la gran propiedad coexisten las más diversas categorías de explotados; el peón raso, que casi siempre trabaja a destajo, antes que a jornal; el conuquero (que en el Oriente del país es el propietario independiente de su parcela allí donde la alambrada latifundista no se la ha arrebatado); el colono, que trabaja en parte como peón y en parte como arrendatario de una pequeña parcela cuyo canon paga en frutos de su cosecha; el medianero; el pequeño arrendatario independiente (en Suárez, 1977: 250). (5): El sector propiamente obrero o proletario sólo existe en escasas fábricas, en las explotaciones petroleras y en los campamentos auríferos de Guayana, en las empresas de pesquería y en los centrales azucareros. (6): El hacinamiento carcelario, por las características propias de la cárcel y de las personas que se encuentran presas, violenta aún más la convivencia interpersonal y propicia la agresividad y violencia (Marcos Martínez en UCAB, 2001: 36). (7): Con las transformaciones a que daría lugar la revolución mercantil en el mundo moderno y el advenimiento de los Estados nacionales, la verdad pasa a establecerla el poder de un tercero que está “sobre” las partes. La sociedad se militariza y el delito pasa a ser un daño al soberano. Así van surgiendo -o generalizándose- las que Foucault llama “instituciones de secuestro” (la prisión, el manicomio, el asilo, el hospital, la escuela, etc.) y la policía (Zaffaroni, 1993: 46). (8 ): Entrevista con Madeleine Chapsal. La Quinzaine Littéraire, número 5, mayo de 1996, p. 34, en Michel Foucault. Saber y Verdad. Madrid: Ediciones de La Piqueta. (9): El poder de diferenciar, normalizar y discriminar a los individuos parece justificar, y legitimar, la acción de las instituciones de secuestro. Así, apoyado en un saber especializado, se diferencian los sanos de los enfermos, los locos de los cuerdos, los delincuentes de los cumplidores de la ley, y se aplican las medidas para proteger a la sociedad sin mayor asombro ni resistencia de sus miembros. (10): Las “instituciones de secuestro” generan una epistemología: la criminología, la psiquiatría, la clínica, la pedagogía, los especialistas en “toxicodependencia” y, lo que es muy importante, cada institución genera su propio saber al amparo de su micropoder (Zaffaroni, 1993: 46). (11): Verité et pouvoir. Entrevista con M. Fontana en rev. L´Arc, nº 70 especial. Págs. 16-26. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS - Baratta, A. (1986). Criminología Crítica y Crítica del Derecho Penal. Ed. Siglo XXI.
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Fuente: Revista Cenipec, ULA.
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