¿Medidas desesperadas?
Escrito por Mibelis Acevedo D. | X: @Mibelis   
Martes, 23 de Septiembre de 2025 00:00

altEn medio de la incertidumbre generalizada, de la ira que crece como mala hierba, del espaldarazo mediático

a jugadas que se enmascaran bajo el pellejo de la esperanza, la preocupación ante la evidente escalada de la tensión entre EE.UU. y Venezuela sigue su curso. No ha faltado ocasión para que aquí y allá surjan datos provistos por diferentes fuentes en relación al sondeo de esas expectativas que, entre venezolanos que están dentro y fuera del país, prosperan al calor de múltiples especulaciones y análisis.  

Al respecto, la más reciente encuesta de Datanálisis (Ómnibus agosto 2025) señalaba que, al ser consultados sobre las posibles vías para resolver la crisis política y económica del país, los venezolanos se enfocan en tres elementos principales: negociación política entre sectores (22,1%); “trabajo propio del día a día”: (21,0%); y, finalmente -pero nos menos relevante-, fe religiosa o mística (15,8%). En contraste con esas opciones y en posición claramente minoritaria, aparecen respuestas como “he perdido toda esperanza” (11,2%); acción y gestión del gobierno (10,5%); presión y protesta ciudadana (5,6%); ayuda de otros países (3,4%). Un 10,4% dice que “no sabe”. 

Los números de marras sugieren, pues, que la preferencia mayoritaria se ubica a favor de la salida negociada, respuesta que se ve complementada con actitudes de resiliencia y fe. Aun sin disponer de datos que abunden cualitativamente en tales opciones y basados en el famoso y no menos devaluado “sentido común”, nos atrevemos a afirmar que el deseo de cambio político se mantiene al alza; y que si bien los modos para lograrlo difieran, no parece que la disposición a que este se produzca por medios violentos o por vía de fuerza sea tan abrumadora como algunos afirman.

Junto a la opinión de expertos que insisten en que el de la intervención militar extranjera es “un escenario extremadamente improbable”; que la acción internacional apuntará más bien a priorizar la vía de las sanciones económicas, el puntual “hit and run” con efecto disruptivo, y la presión diplomática (la amenaza a la región obliga a calcular consecuencias), esa tendencia opinática no parece alejarse mucho, incluso, de la que prevalecía en 2019. Inmersos en las vigorosas promesas de lo que eufemísticamente se calificó como una “intervención humanitaria”, todas las encuestas fiables en Venezuela indicaban entonces que “la mayoría de los venezolanos desean desesperadamente la salida de Maduro. Pero eso no significa necesariamente que estén abiertos a medidas desesperadas” (David Smilde, 2019). En mayo 2019, y con una opinión pública sumida en la apoteosis interina y el llamado “efecto Guaidó”, la encuesta Delphos-UCAB registraba apenas 10% en materia de apoyo a salidas de fuerza.

En los sondeos recientes pesa, por otro lado, el temor de la población a una guerra civil o un conflicto prolongado, añade el profesor Ángel Álvarez. Algo que también daría pistas sobre una compresión más integral de las posibilidades concretas y los potenciales efectos de una intervención extranjera.

El innegable ruido mediático, por supuesto, la batalla de sesgos, datos difusos, desinformación, monetización de contenidos, posverdad y afán en sembrar ciertas matrices (¿a quién interesa posicionarlas?) que se libra en redes sociales, hace pensar que no son pocos los que desde diversos flancos interponen palancas para abrir la famosa ventana de Overton. La estrategia que apunta a introducir en la agenda pública temas que hasta hace poco se consideraban impensables y hacerlos cada vez mas potables, no resulta ajena al estilo de la actual administración estadounidense, de paso.

Un enfoque que permite distinguir ideas que definen el espectro de aceptabilidad ética de ciertas políticas, y saber cómo influir para que esa aceptación se haga cada vez menos estrecha, hoy resulta muy útil para los fines de ciertos sectores comprometidos con la tesis de que la amenaza venezolana exige soluciones extremas. Del “solos no podemos” al “no estamos solos”: sectores que además exhiben fortalezas para la guerra de narrativas, y que se apalancan en la famosa “espiral del silencio”, el mecanismo psicológico descrito por Elisabeth Noelle-Neumann. Una comunidad que amenaza con el aislamiento y la estigmatización a aquellos individuos que expresan posiciones contrarias a las asumidas como mayoritarias, como “populares”, conmina a abrazar la opinión predominante, so pena de no-existencia. La espiral tiende a enmudecer así a los díscolos, y gratifica a los que al final son absorbidos por la masa, por las tribus políticas. “Nadie escapa al castigo de su censura y desagrado si atenta contra la moda y la opinión de las compañías que frecuenta… es un peso demasiado grande para poder sufrirlo”, escribía John Locke en 1690. Un rasgo del comportamiento humano que parece no haber variado mucho.

Pero el fenómeno que, como señalábamos, se expresa con especial contundencia en el mundo 2.0, y que se reconduce y amplifica a merced de las cámaras de eco, al mismo tiempo reduce la capacidad del observador para formular juicios imparciales y verdaderamente representativos de la opinión dominante. Sobre cuántos callan en esos espacios por medio a la cancelación y la sanción que aplica la “tiranía social”, es poco probable que tengamos datos precisos. Lamentablemente, el ciclo de anulación y auto-anulación de la discrepancia introduce desviaciones a la dinámicas relacionales de un espacio público cada vez más restrictivo, cada vez menos tolerante. De allí a despreciar lo que constituye la nuez de la política, el diálogo y su ineludible carga de dificultad y disenso, hay solo un paso.  

Por eso, quizás, esa tendencia creciente a apostar a la fe religiosa o mística a la hora de pensar en soluciones para el brete doméstico; un aliño que, junto a la ilusión de quienes ven en la hipotética intervención externa una opción real y aceptable, no genera tranquilidad. Al contrario. Todo ello confirma no sólo la disminuida confianza en la gestión de los actores locales, sino que en muchos sentidos equivale a admitir el fracaso de la política.

¿Y cuándo fracasa la política? Cuando los propios políticos, renegando de las posibilidades de su oficio y ante la destrucción de las vías institucionales, dicen “hasta aquí llegamos, no hay condiciones”. Cuando devorados por el ánimo del común repiten “he perdido toda esperanza” y se retiran mansamente de la arena, dejando campo libre a la antipolítica, a la “idiocracy”, a los extremismos ideológicos, a las tribus políticas, a los lobos que devoran lobos en su pujo por aniquilar la voz que incomoda. Cuando la responsabilidad sobre los problemas de la polis es transferida a quienes avisan sin empacho alguno: “gobernaremos a países incapaces de gobernarse a sí mismos”. Cuando la frustración es tan grande, y la intolerancia ante el fracaso y la impotencia tan inmanejables, que se asume que el trabajo arduo que toca desplegar ante situaciones desesperadas, es prescindible. La política fracasa, concluye Ben Ansell, cuando abolimos la capacidad de expresarnos o de actuar en función de nuestras discrepancias inextinguibles.

Frente a las limitadas opciones que se despliegan en estos momentos, sería saludable apostar a la vocación pacífica de una sociedad que, muy a pesar de todo, todavía es capaz de prestar atención al consejo que el economista sirio y experto en resolución de problemas complejos, Assaad Al Achi, compartía durante un encuentro con venezolanos: “no apoyen una intervención internacional… con diálogo siempre las cosas son posibles. De otro modo podría ocurrirles lo mismo que a Siria: estarán en medio de intereses ajenos, serán un tema más de la negociación de otros países, y no de lo que los ciudadanos necesitan y quieren”.

 


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