Una infancia y dos países
Escrito por Rodolfo Izaguirre   
Domingo, 18 de Mayo de 2025 03:15

altVerónica, mi primera nieta, es asombrosamente bella y de firme pensamiento propio y pidió almorzar sola conmigo.

Resultó ser un encuentro memorable compartir un tiempo con ella porque logró  establecer  entre nosotros la memoria de su infancia en un risueño país que hoy se nos hace difícil reconocer. Una infancia para ella limpia, acariciada por dulces resplandores y aventuras inventadas por el abuelo, pero un país que adolecía de penurias y privaciones. Nos inclinamos a idealizar, a referir solo lo presentable, pero en la hora actual, chavista y bolivariana, nada es idealizable porque el país es un lugar de cruel desamparo flagelado como está por los militares. Entre el moderno y desconcertante abuelo y la brillante e inteligente nieta permanece abierto el extendido espacio de la memoria, del juego y de la imaginación.

Con aire y sangre asturianas heredadas de Charo, su activa madre cuya respiración va más allá del diáfano horizonte del yoga, Verónica quiso devolverse en nuestro encuentro a los primeros asombros que le ofrecía la vida que se iniciaba en ella, apoyada en los juegos que yo provocaba o me activaba como inspirado e irresponsable promotor. Sentar, por ejemplo, a  Claudia la hermana menor, igualmente amorosa y brillante, en una tabla con ruedas y dejarla correr velozmente calle abajo mientras yo  gritaba: "¡No frenes! No frenes!", Mirar a Verónica enmudecer de pánico ante aquella pasmosa velocidad resultaba algo insensato, pero fue lo que hizo en su momento el triste y enajenado Nijinsky con Kyra, su hija, cuando convertía la nieve y el trineo en la caricia de la locura como una forma de anunciar su inalcanzable lucidez puesto que el célebre bailarín arrastró durante 31 años y hasta su muerte en 1950 una nefasta e invencible esquizofrenia.

Otras veces  llenaba yo el cubo de agua y tambaleante como borracho desconsolado y dando gritos la arrojaba contra la mata de mango oyendo a mis nietas aullar de alegría o esperar temprano en la mañana a que despertaran y encontraran los huevos ya preparados para el enfrentamiento inesperado. Unos, duros y otros frescos que les lanzaba para que los atraparan, cayeran al suelo y se estrellaran, se rompieran en sus manos y se bañaran con la clara amarillenta, pero estallaban de risa cuando nada ocurría porque los huevos eran duros y cocidos, y no puedo dejar de mencionar al mono Canuto que íbamos a visitar con cierta frecuencia en el vecindario y al que yo imitaba con perfecto histrionismo. Claudia con insólita audacia se trepaba al tobogán mas alto del parquecito infantil y yo rogaba a la Providencia que sus padres no se enterasen del peligro que corrían sus hijas con el abuelo desenfrenado.

Sentados en el quicio de una quinta que iba a ser derruida semanas más tarde, mientras saboreamos un helado, Verónica dijo que el Doctor Coppelius la había invitado al teatro. ¡Mis ojos se maravillaron! ¿Coppelius? ¿El misterioso doctor Coppelius? ¡Si, abuelo! "¡Quiero invitarte a mi espectáculo!", me dijo.  0irla mencionar a Coppelius y que su voz de cuatro o cinco años pronunciara la palabra "espectáculo" es algo que me sigue conmoviendo.

Causó en ella profundo deleite escuchar de mis labios mi feliz y apasionada vida con Belén, su abuela. Cincuenta años de regocijo conyugal y la niñez de mis tres hijos: Rházil, su padre: poeta que se expresa con luces y sonidos, Boris que recorre el mundo arrastrando una prodigiosa celebridad y Valentina, vestuarista de mucho renombre. Atónitos qiuedaron sus ojos cuando le expliqué que la estructura del libro que escribí sobre mi mujer en homenaje a la bailarina que fue en vida era la del pas de deux, el momento noble y sobresaliente del ballet porque se produce una vez que la pareja asume y cumple cada uno sus respectivas variaciones, se van acercando, se tocan, se enlazan sus brazos y sus piernas, se fusionan formando un solo cuerpo; él la levanta, ella hace los movimientos que le indicó el coreógrafo, desciende, realiza el difícil equilibrio de la promenade que consiste en girar sobre su propio cuerpo, rigurosamente vertical, levantado sobre las puntas de sus zapatillas, sostenida apenas por la mano del partenair para terminar acostados, abrazados uno al otro en la vida de amor que continúa o en la muerte que los unirá para siempre. Y fue así como escribí "Lo que queda en el aire", frase que forma parte de una vieja definición del ballet que dice que "el ballet es lo que queda en el aire después que el bailarín pasó por él".

Y fueron dos los países que surgieron en el almuerzo con mi nieta: uno, el de su niñez que me convirtió en abuelo; y otro que me veía abuelo contándole a mi nieta los encantadores resplandores de su niñez. Hablando con ella entendí que convenía no idealizar al primero con la intención de desmerecer al otro ahogado por el chavismo. El tiempo de la niñez, desde luego, fue de dicha porque comparado con el del abuelo reviviendo hoy historias de niña en medio del pantano chavista resultaría abominable.

Simplemente, se produjo la infancia de mis nietas, algo se iluminó en mí y me pareció que con ellas se enaltecía el país, pero no quiere decir que fuese un país presentable y acreditado. Lo  fue para ella y para Claudia, pero no necesariamente para mí que debía esforzarme por entender qué cosa era la democracia que siempre ha tratado de asomarse e instalarse en el país, pero que desaparece para volver a aparecer y desaparecer, como los abanicos, mientras me daba cabezazos contra la pared en vanos intentos por desanudar los enredos de los mandatarios que se sucedían en el poder. En cambio, el autocrático y corrupto país militar presuntamente bolivariano que hoy me toca padecer, no logra encajar o concertar ninguna idealización porque ha convertido a mi país y al que vio nacer a mis hijos y a mis nietas en un lugar deteriorado y deplorable, y nosotros, ¡créanme! aun no somos ciudadanos sino que seguimos siendo habitantes camino de ser usuarios, es decir, números anónimos en una cédula que alguna vez fue de identidad.

A mi avanzada edad siento que he vuelto a nacer en el primitivo país que sigue siendo el mío dispuesto a corregir los desatinos de mi vida anterior. Insisto en querer conocer y disfrutar esa gloriosa plenitud llamada Democracia y reitero una vez más que nuestro mayor error histórico es el de no haber enterrado suficientemente al General Gómez y como es de suponer, dada la trágica dispersión de nuestras familias,  explico ahora que Verónica, adulta, vive en Mexico y Claudia, igualmente bella y adulta, vive en Islandia, pero ninguna de las dos olvida que soy su eterno abuelo y que la niñez de ambas iluminó la mirada de mis propios delirios y ensoñaciones


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