El poder sin pudor
Escrito por Trino Márquez C. | X: @trinomarquezc   
Jueves, 10 de Julio de 2025 00:00

altEn la tradición democrática –especialmente a partir de la constitución de los grandes partidos y organizaciones de masas, como los sindicatos

y gremios durante la segunda mitad del siglo XIX-  los mandatarios suelen tratar de exhibir sus dotes como estadistas, líderes con sólidas relaciones con los ciudadanos y capaces de dialogar, negociar y promover acuerdos entre facciones con diferentes enfoques sobre uno o varios problemas complejos. Entienden la política como el arte de gobernar. De conducir a una nación por un camino previamente trazado y compartido por amplios sectores de la población. El énfasis de la actividad de los líderes se coloca en la construcción de consensos. La coerción se considera en algunos casos inevitable, tratan de reducir su perfil y su impacto. El símbolo del buen gobernante reside en mostrar sus atributos para liderar masas y partidos en medio de ambientes complicados.

Este modelo de liderazgo está tendiendo a modificarse en países que todavía conservan rituales democráticos, como convocar elecciones periódicas para elegir al Presidente o Jefe de Gobierno y a los parlamentos u órganos legislativos. Donald Trump, Benjamín Netanyahu y Nayib Bukele representan ejemplos de gobernantes que se recrean con placer sádico anunciando medidas represivas contra sus enemigos y con insultos gratuitos al adversario y a los transgresores.

Durante los meses recientes se ha visto cómo el señor Trump se deleita casi hasta el éxtasis hablando sobre las características de Alligator Alcatraz, la cárcel construida por el gobernador de Florida para recluir los inmigrantes ilegales ‘cazados’ –no cabe otra expresión- por el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE, por sus siglas en inglés).  Trump, al comentar acerca de la imposibilidad de huir de ese centro penitenciario, se burló de quienes pretendieran escaparse: tendrán que nadar en zigzag porque de lo contrario los caimanes los devorarán, dijo. Cuando se refiere a la rudeza con la que actúa la ICE y el pánico que genera, lo hace con una ironía que ultraja. La inmensa mayoría de los perseguidos y capturados por la policía no son delincuentes –como su relato sesgado presenta-, sino humildes trabajadores que han huido de sus países de origen para intentar logar una vida mejor.  Son asalariados que pagan sus impuestos y contribuyen a generar riqueza en un país que depende en gran medida del aporte de esa fracción de la fuerza laboral.

El mismísimo Stalin –Koba el Terrible, según la excelente novela de Martin Amis- no se ufanaba de contar con el siniestro NKVD (Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos), la policía secreta soviética, ni de haber construido los gulags, donde eran llevados los disidentes y opositores a morir en medio del frío gélido y el hambre atroz. Ese hombre, de una crueldad sin límites, se hacía llamar con el enternecedor vocablo Papacito. Era la forma de proyectarse como el símbolo de reverencia de todos –o al menos la mayoría-  de los soviéticos. Para el trabajo sucio, las ‘purgas’, la persecución implacable y la tortura contaba, primero, con Nicolái Yezhov, y luego con Lavrenti Beria, quienes dirigieron el NKVD durante el período de máximo terror. Frente a la nación, Stalin estaba por encima del bien y del mal.  Sus interlocutores eran los dioses del marxismo leninismo: Karl Marx y Vladimir Lenin.

Trump se ha encargado de degradar la política. Empantanarla y prostituirla. Con la misma facilidad que se enorgullece de ensañarse contra los inmigrantes –ilegales y legales- agrede a jefes de Estado, promete edificar una playa paradisíaca en la bombardeada Franja de Gaza, y desprecia a naciones africanas enteras refiriéndose a ellas en público como ‘países de mierda’.

Netanyahu, de la misma estirpe de Trump, le agrega un toque personal a la degradación: ese señor, acusado por crímenes de guerra ante la Corte Penal Internacional y contra quien hay una orden internacional de captura, llegó a su más reciente visita a la Casa Blanca con una carta simbólica en la que postula a Trump para el Premio Nobel de la Paz. La némesis de los palestinos promueve al azote de los inmigrantes, al Nobel.  La desvergüenza total. La adulancia llevada al límite de la ridiculez.

Nayib Bukele se ha declarado seguidor de Trump. Ambos se admiran recíprocamente. Bukele se extasía cuando se refiere al modelo carcelario que ideó para acabar con las pandillas salvadoreñas. No tengo dudas de que esas bandas causaban un gran sufrimiento a la población. Sin embargo, en la concepción actual dominante, las cáceles se diseñan para redimir al delincuente. Para incorporarlo, luego de la expiación, a la sociedad. En el caso del Presidente de El Salvador, el Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot), su cárcel modelo, está diseñada para enterrar en vida al presidiario. Cortarle todo camino de regreso a la vida normal.  Se trata de un castigo aplicado para humillar y destruir el cuerpo y la mente del pandillero. No se conocen sino las medidas de seguridad que rodean el penal, no la política integral para rescatar al delincuente. Bukele no es el Presidente, sino el jefe de la policía y del servicio penitenciario.

El poder debe ejercerse con pudor.

       


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