Paz, esa sospechosa
Escrito por Mibelis Acevedo D. | X: @Mibelis   
Martes, 21 de Octubre de 2025 00:00

altHasta hace poco hablar de paz en Venezuela podía percibirse como ejercicio inane,

reducido a la sospechosa ambición de algunos ingenuos; esos que argumentan que la política, en tanto “guerra por otros medios”, constituye el entorno, el sistema, el recurso para que el antagonismo pueda dirimirse con palabras. He allí un enunciado que, evidentemente, juega con la célebre frase de Clauzewitz sobre la guerra como continuación de la política; autor que, no por casualidad, asignaba a esta última, a la política, una lógica superior que no puede ser usurpada por la gramática bélica. La del valedor de la política -por ende, de la paz- sería más bien la apuesta a esa suerte de guerra “sublimada”, no letal, esa guerra de representaciones que sustituye a la violencia explícita, inherente e indeseable de la “guerra total”.

Pero, volvamos a nuestro asunto: la desprestigiada palabra “paz”, en tanto envés de la guerra (en su concepción más básica), se desliza hacia el centro del debate gracias a la noticia del premio Nobel adjudicado a la venezolana María Corina Machado. El suyo cabalga ahora junto a nombres de figuras de la política mundial cuyos memorables logros fueron objeto del mismo reconocimiento: Luther King, Willy Brandt, Pérez Esquivel, Walesa, Óscar Arias, Alva Myrdal, Gorbachov, Mandela, los miembros del cuarteto de Túnez, entre otros. Entonces, las reflexiones sobre una noción prácticamente vaciada por la crudeza de los intercambios globales, por la instrumentalización ideológica y la polarización que se instala en el debate público, hoy lucen más pertinentes que nunca.

En medio de ánimos que oscilan entre la celebración, el orgullo, la corrección política o el disgusto, se cuela también el trastorno semántico al que se aferran algunos exaltados. “Guerra es paz”, encajan prácticamente, al modo de la distópica “1984”. Imposible no recordar el principio del Ingsoc que invocaba la unidad en el odio, el lema que ilustra la contradicción de la propaganda del Estado totalitario en la ficticia Oceanía, la promiscuidad entre lo verdadero y lo falso para mantener control absoluto sobre la población. Doblepensar, en fin, que instigaba a aceptar la brutalidad de la guerra perpetua como fuente de paz y estabilidad interna.

En tono similar, hoy cunden frases que recuerdan la historia de destrucción de siglos precedentes. Conquistar la "paz a través de la fuerza”, slogan usado por la Casa Blanca y sus voceros, da fe de tal ambigüedad. La nueva apelación al realismo político en las relaciones internacionales remoza nociones como el rechazo de la moralidad en un mundo de “hombres malvados" (Maquiavelo). O la priorización del interés propio por sobre el interés común. O el despliegue de la ley del más fuerte en contexto supuestamente anárquico, ("los fuertes hacen lo que pueden y los débiles sufren lo que deben", escribía Tucídides en su Historia de la Guerra del Peloponeso). Todas ideas que avivan la creencia de que "la fuerza hace el derecho", en lugar de que sea el moderno consenso internacional lo que ponga límites al apetito expansionista. De acuerdo a esto, los socios “débiles” deben tragarse su orgullo, aceptar que su minusvalía los obliga a plegarse a las demandas de dominación del más fuerte, en espera de que tal sometimiento quizás condicione un trato preferencial en postreras negociaciones. Lo grave es que, más allá de Trump, de sus sibilinos designios y juego de simulaciones, el mundo parece estar lleno de aspirantes a caudillos cuyo deseo de restaurar la grandeza del pasado nacional los insta a abrazar sin complejos tales regresiones.

Conviene entonces poner foco en la idea de la paz para tratar de entender la invocación que el Comité del Nobel hace en el caso venezolano, y cómo se alinea o choca con algunas interpretaciones que al respecto se barajan. Lo primero es observar que los argumentos para adjudicaciones anteriores no parecen diferir mucho del concepto de “paz positiva” que hoy manejan los expertos en ciencias de la paz. Amén de lo obvio -la intervención de galardonados en trámites de cese al fuego o que ponen fin a guerras en curso- la calidad de los méritos examinados a lo largo de los años no se presta a confusiones. Se ha hablado allí con entusiasmo de esfuerzos por la “conciliación internacional”, la “cocreación de Tratados”, “defensa de los Derechos Humanos”, “contribución al desarme”, “supresión o reducción de ejércitos”, “mediación activa en conflictos”, “lucha no-violenta y duradera contra el apartheid y por la democracia”, “esfuerzos por lograr la reconciliación a nivel regional”, “trabajo por la firma de acuerdos”, por “abogar a favor de soluciones pacíficas basadas en la tolerancia y el respeto mutuo” o “contribuir con la construcción de una democracia pluralista”. Los motivos que avalan el premio de este año navegan en el espíritu de esas consideraciones previas: “la lucha por lograr una transición justa y pacífica a la democracia”. En medio de una selva de palabras y nociones que remiten, indudablemente, a expresiones muy concretas del hacer humano y su compromiso con cierto tipo de métodos, ¿acaso podemos captar la justificación abierta o disimulada de la guerra como vía para el logro de paz? ¿Podrían estar sugiriendo que es legítimo aliarse con los violentos para “derrocar al enemigo”, borrarlo política y militarmente del mapa si ello conduce a la concreción de alguna clase de equilibrio, liberación o justicia? No lo parece.

Aun así, aquí y allá han surgido manipulaciones semánticas e insólitos reduccionismos: “el Premio Nobel representa un aval moral para cualquier cosa”, se llegó a escribir en redes sociales. Ese afán por el blanqueamiento de medios impuros (la guerra, la aniquilación del enemigo, la violencia) a cuenta del logro de fines puros, no resulta una añagaza ajena a nuestra historia reciente, por cierto. Con despropósitos de maquiavelianos de medio pelo hemos lidiado hasta el cansancio, tan faltos de virtù -astucia, audacia, fuerza, autonomía, voluntad para dominar el entorno y contrarrestar la contingencia, el azar- como de la ética que obligaría al político a hacerse cargo de las consecuencias de sus acciones. Es la senda que, por cierto, transitan los autoritarios del mundo para conquistar y retener el poder a toda costa, prestos a hacer de su propia causa una licencia para esa crueldad que, según el propio Maquiavelo, no se salvará de degenerar en odio destructivo.

Para desentrañar la naturaleza de la paz que nos ocupa y que difiere radicalmente de la inaceptable paz neo-gomecista, de la excusa para el mantenimiento del statu quo, habría que insistir en su vis no violenta. La clase de paz “desarmada y desarmante” que, como apunta León XIV, “no es ultimátum, sino diálogo”. Esto es, paz que anticipa y habilita la política: positiva, imperfecta, pero posible. Una paz que crea condiciones para una sociedad donde la justicia social, la igualdad y el respeto por los derechos humanos previenen la violencia estructural incrustada en las instituciones. En ese sentido, las formas y medios con los que se impacta y transforma un conflicto juegan un papel sustantivo. No se trata de alcanzar el objetivo de cualquier modo, pues, sino de hacer del modo una parte medular, trascendental del objetivo.

A contramano de las sospechas, el trabajo por la paz nunca es neutral, observa Johan Galtung. Implica tomar partido a favor de una postura ética firme, sin fisuras ni excepciones: el rechazo a la violencia como método. De allí que, al hablar del mapa del conflicto, el autor mencione la dificultad del trazado de un puente (bridging) entre los objetivos y los fines legítimos, lo que debe anticipar un “futuro positivo”. Los casos de transición democrática del siglo XX -reivindicados también gracias al acontecimiento de marras- así lo confirman: siempre hay alternativas que evitan el uso de la fuerza, opinión que hoy ratifica el expresidente costarricense, Premio Nobel de la Paz 1987 y arquitecto del Plan de Paz en Centroamérica, Óscar Arias. El “cambio de régimen” del cual tanto se habla supondría entonces responder con un enfoque que, para ser legítimo, se distancie de las inciviles formas a las que recurre el propio bloque de poder en Venezuela.

Si la paz, si la superación de injusticias que anticipa la democracia es una meta de alta complejidad, una que además pide cierta disposición, valores, prácticas, cierto ethos por parte de las sociedades, ¿podrá la simplificación que propone la guerra ser una respuesta? Difícilmente. Saber trajinar con propósitos que desafían las pulsiones humanas no es don exclusivo de santos o iluminados, por supuesto; sí de quienes con excepcional sensibilidad se ganan “el derecho a poner la mano en la rueda de la historia” (Weber), mejorando con su aporte y creatividad lo que parecía estar destinado al desastre.

 


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