| La carta que salió de La Rotunda |
| Escrito por Luis Perozo Padua | X: @LuisPerozoPadua |
| Jueves, 18 de Diciembre de 2025 02:51 |
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A don Rafael Arévalo González,
La Navidad suele ser un territorio de reencuentros. En Venezuela, además, es una liturgia doméstica: el hervor de las hallacas, el olor del guiso, el abrazo que recompone el año. Pero en diciembre de 1920, para Rafael Arévalo González, la Navidad no fue mesa ni canto: fue ausencia. Desde un calabozo de La Rotunda —el presidio más temido del gomecismo— un hombre escribió con mano firme una de las cartas más conmovedoras del siglo XX venezolano. No lo hizo para denunciar su sufrimiento, sino para bendecir a su hija Nelly, que estaba a punto de casarse sin él. Un cabito de vela —prohibido para presos políticos— iluminó aquella noche el trabajo literario de Arévalo González. Con restos de grafito, escribió contra el frío, la vigilancia y el castigo. No era una carta cualquiera: era una despedida anticipada, una absolución paterna, una afirmación de fe en medio de la barbarie. Mientras afuera la ciudad celebraba, adentro un padre asumía, una vez más, la condena de no ver crecer a sus hijos, de no abrazarlos en Navidad, de no estar presente cuando la vida reclamaba su lugar natural. Navidad tras los barrotes Rafael Arévalo González había hecho del cautiverio una forma involuntaria de existencia. Periodista y editor, fue el primer hombre de prensa que desafió abiertamente y en persona al régimen de Juan Vicente Gómez. Sabía el precio. No entró al peligro por ingenuidad, sino por convicción. Por eso lo llamaron el Apóstol de la Libertad y también el Mártir de la Libertad de Expresión. Pasó 27 años preso en 14 cárceles distintas: el Castillo de San Carlos, el Castillo Libertador de Puerto Cabello, La Rotunda. El 40 % de su vida se le fue tras los barrotes. La Navidad, para él, era el recordatorio más cruel de la distancia. Diez hijos crecieron sin su presencia constante. No vio nacer ni morir al último. Un celador, con sadismo burocrático, le anunció un día: “allá va el entierro de tu esposa”. Así se enteró de su viudez. Elisa Bernal Ponte —prima del Libertador— había sostenido el hogar con dignidad estoica, dirigiendo la Revista Atenas y criando sola a los hijos. Murió meses antes de que él saliera de su última prisión. En esas fechas decembrinas, cuando el país se recogía alrededor del Niño Jesús, Arévalo González enfrentaba la nostalgia como una segunda condena. No era sólo el encierro físico: era la certeza de que el tiempo familiar avanzaba sin él. Por eso aquella carta de 1920 no fue improvisada. Fue escrita desde una larga acumulación de ausencias.
Preso político como oficio Arévalo González nació el 13 de septiembre de 1866, en Río Chico, hoy estado Miranda. Fue un civilista radical en una Venezuela militarizada. Un demócrata empedernido cuando la democracia era un anhelo perseguido. Fundó El Pregonero, el primer diario venezolano impreso en rotativa y vendido en las calles por voces de pregón. En tiempos donde opinar significaba cárcel, tortura o muerte, él eligió no callar. Su “oficio” terminó siendo el de preso político. Desde Joaquín Crespo hasta Gómez, ningún régimen toleró su palabra. Lo acusaron de conspirador permanente, de desestabilizador, de enemigo del orden. Sus amigos decían que siempre tenía una maleta lista, con un rótulo que resumía su destino: “Rafael Arévalo – La Rotunda”. No era una broma: era una forma de resistencia moral. Apoyó sin ambigüedades a la Generación del 28 y volvió a pagar con prisión. Jamás negoció principios. Nunca pidió clemencia a cambio de silencio. En total, miles de presos políticos y desterrados desfilaron por las cárceles gomecistas, en un sistema de represión diseñado para quebrar conciencias. Arévalo González fue uno de sus símbolos más persistentes. La carta a Nelly “A ti y a tu Daniel os estrecho entre mis brazos con toda la ternura de mi corazón, que es todo amor para vosotros…” La carta escrita en La Rotunda, en diciembre de 1920, constituye el núcleo más íntimo y revelador de la vida de Rafael Arévalo González. No es un alegato político ni una denuncia carcelaria. Es, ante todo, un acto de paternidad ejercido en condiciones extremas. En sus líneas no hay rastro de rencor ni de odio; hay fe, pedagogía moral y una ternura que desarma. Arévalo González no se lamenta por sí mismo: se ocupa de su hija. Ese abrazo que no pudo darlo con el cuerpo, lo entrega con la palabra escrita, consciente de que acaso sería la única forma de estar presente en el día más importante de la vida de Nelly: “A ti y a tu Daniel os estrecho entre mis brazos con toda la ternura de mi corazón, que es todo amor para vosotros. Dile que te haga feliz, tan feliz como bien lo mereces y colmará los anhelos de quien, por no hallarse entre vosotros, se siente el más desventurado de los padres, pero que será el más dichoso si os hacéis dignos de que desciendan sobre vuestro hogar las bendiciones del Cielo, que imploro de rodillas. Perdóname, hija adorada, si no has hallado bajo mi techo la felicidad que tanto mereces. Bien sabe Dios que dártela ha sido el mayor de mis anhelos. Mas en cambio, allí aprendiste a amar y a ser virtuosa, y con amor y virtud serás feliz al lado de tu esposo. ¡Adiós!... ¡Adiós! Tu padre.” Le dice a Nelly, con dolor contenido, que no estará a su lado el día del matrimonio. Que no besará su frente coronada de azahares ni le dará la bendición con sus labios. Pero transforma la ausencia en presencia espiritual: las lágrimas que caerán de los ojos de su madre —escribe— serán las suyas, elevadas al cielo como plegaria y devueltas a ella en forma de bendición. El dolor, así, se vuelve enseñanza; la privación, legado. En la carta hay una constante exhortación a la virtud y al amor conyugal. Le pide que cuide la paz del hogar como el bien supremo, que evite incluso “la más leve nubecilla” que pueda empañar la armonía de la vida compartida. Le señala a su madre como modelo de dulzura, paciencia y entrega, recordándole que jamás alzó la voz ni permitió que la aspereza entrara en el hogar. No es un consejo trivial: es la transmisión de una ética doméstica concebida como resistencia frente a la brutalidad del mundo. La nostalgia atraviesa cada párrafo. Arévalo González recuerda a la hija que fue “ángel recién nacido”, evoca el primer beso dado en la frente infantil y, desde su celda, imagina la casa que no podrá habitar. La Navidad intensifica esa herida: el padre ausente piensa en el hogar reunido, en la mesa familiar, en la fe compartida alrededor del nacimiento del Niño Jesús. El régimen podía encarcelar su cuerpo, pero no podía impedirle ejercer la paternidad ni amar con lucidez. Nelly Arévalo había nacido en Caracas el 29 de septiembre de 1898. Fue la segunda hija del matrimonio formado por Rafael Arévalo González y Juana Elisa Bernal Ponte, con quien había contraído matrimonio el 15 de agosto de 1896 en la iglesia del Sagrario, en Caracas. Nelly recibió una educación esmerada en el Colegio San José de Tarbes, donde adquirió avanzados conocimientos de francés y latín, junto a una sólida formación religiosa impartida por las monjas. No es casual que la carta esté impregnada de referencias morales y espirituales: hablaba a una hija formada en la disciplina del pensamiento y la fe. Juana Elisa Bernal Ponte fallecería poco después, el 25 de agosto de 1921, a los 46 años, sin haber visto el fin del cautiverio de su esposo. En la carta, sin saberlo, Rafael Arévalo González ya la inmortalizaba como columna silenciosa del hogar. Aquellas líneas escritas bajo vigilancia, con grafito clandestino y luz prohibida, no fueron sólo una despedida: fueron una victoria íntima. Una prueba de que la tiranía puede confinar cuerpos, pero no puede clausurar el amor ni la conciencia. Daniel Yepes Gil El destinatario indirecto de esa carta fue Don Daniel Yepes Gil, esposo de Nelly y abuelo materno de quien hoy rescata esta historia. Daniel provenía de una familia larense de honorable linaje, fundadora de haciendas y pionera en la producción de cañamelar. Fue directivo y promotor del Central Azucarero Río Turbio, una de las grandes empresas industriales del estado Lara. Nacido en El Tocuyo, el 4 de junio de 1896, creció en la Hacienda La Esperanza. Hombre versado en historia, geografía y zoología, lector incansable, trabajador metódico. Su hacienda, El Molino, estaba enclavada en el Valle del río Turbio, tierras marcadas por la leyenda de Lope de Aguirre. Colindaba con Las Damas, Bella Vista y Tarabana, propiedades familiares desde 1822. Daniel pertenecía a una prosapia de hombres de trabajo y pensamiento. Nieto y sobrino de héroes de la Guerra Federal, sobrino de José Gil Fortoul, uno de los historiadores más influyentes del país. Su nombre está unido a los pioneros del Central Tarabana, empresa que transformó la economía regional. El contraste es elocuente: mientras el suegro padecía la cárcel por la palabra, el yerno construía futuro con trabajo y conocimiento. El legado civilista Rafael Arévalo González murió en Caracas el 20 de abril de 1935. No fue vencido. Salió de prisión sin haber cedido un ápice. En una carta posterior, dedicada a su esposa Elisa, le agradeció no haberle reprochado jamás su destino, haber enfrentado la pobreza y la soledad con dignidad. Esa correspondencia íntima es también historia nacional. Su memoria, injustamente relegada por una cultura política que glorifica uniformes y batallas, reclama hoy un lugar central. Arévalo González no empuñó armas: empuñó la palabra. Y por eso pagó con su vida libre. La palabra que resiste Aquella carta, escrita bajo la luz temblorosa de una vela prohibida, continúa escapando de las mazmorras donde aún hoy yacen centenares de presos políticos, cada vez que alguien la lee. Sobrevive como testimonio de un padre que supo amar más allá del encierro, como denuncia muda frente a la tiranía y como prueba de que la libertad, en Venezuela, siempre ha sido una forma de sacrificio. Cada Navidad, cuando el país vuelve a reunirse alrededor de la mesa, esa carta regresa para recordarnos que la dignidad puede escribirse entre rejas y que hay palabras —cuando nacen de la conciencia— capaces de derrotar al tiempo y al olvido. Esta dirección electrónica esta protegida contra spam bots. Necesita activar JavaScript para visualizarla @LuisPerozoPadua
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