Democracia y populismo: cómo pasamos de elegir a obedecer
Escrito por Freddy Marcano | X: @freddyamarcano   
Martes, 28 de Octubre de 2025 00:00

altDurante los últimos años, muchas democracias han cambiado sin habernos dado cuenta.

El acto de votar, que antes significaba elegir entre proyectos distintos, se ha convertido en una simple confirmación del poder. Lo que antes era una elección, hoy parece un plebiscito. Esta es una de las principales alertas que lanzan Javier Redondo Rodelas y María Inés Fernández Peychaux en la coordinación del libro La democracia después del populismo, recopilación de varios autores destacados, donde explican cómo el populismo ha logrado transformar la democracia desde adentro, vaciándola de su esencia sin abolirla formalmente.

El populismo no destruye la democracia de golpe; la convierte en espectáculo. Presenta al líder como la voz directa del pueblo y convierte el voto en un gesto de adhesión. Lo vimos con claridad en Venezuela: los partidos tradicionales se debilitaron, la representación perdió legitimidad y el ciudadano fue reemplazado por el seguidor. De la política se pasó al fervor; de la deliberación, al aplauso. En ese cambio, la democracia se transformó en una ficción controlada desde el poder, mientras el discurso oficial seguía repitiendo que el pueblo mandaba.

Esta mutación tiene un trasfondo más profundo. Como recuerdan los autores, la crisis democrática no es solo institucional, sino moral y cultural. La política dejó de ser el espacio de la razón pública para convertirse en el terreno de la emoción. Cuando desaparece el debate plural y la ley se subordina a la voluntad del líder, la democracia deja de ser un método de gobierno y se convierte en una forma de dominación. Venezuela vivió ese tránsito: la democracia popular se proclamó mientras se desmontaban los equilibrios del poder, se debilitaban los contrapesos y se destruía la independencia de las instituciones.

Un punto central del análisis es la relación entre representación y participación. La primera garantiza que los ciudadanos puedan delegar en sus representantes; la segunda permite mantener viva la conexión entre gobernantes y gobernados. Pero el populismo manipula esa tensión: ofrece participación directa, pero elimina la representación real. Así nacen las “asambleas del pueblo” o los “consejos comunales” que parecen participativos, pero que en realidad responden al poder central. Venezuela fue laboratorio de esa distorsión: se sustituyó la ciudadanía por la obediencia, la crítica por la lealtad.

El último aspecto que aborda la obra es quizás el más actual: la verdad en política. Sin hechos compartidos, sin una base común de confianza, ninguna democracia puede sostenerse. El populismo ha sabido explotar la “posverdad”, inventando relatos que sustituyen la realidad por una narrativa emocional. En nuestro país, la propaganda oficial logró convertir la mentira en norma y la duda en delito. Cuando el poder controla el lenguaje, también controla el pensamiento.

Hoy Venezuela enfrenta la tarea de reconstruir su democracia desde las ruinas del populismo. Pero esa reconstrucción no será posible si seguimos repitiendo las lógicas que la destruyeron. Necesitamos partidos con ideas, medios que informen sin miedo y ciudadanos que exijan respeto por la verdad y las instituciones. No se trata de volver al pasado, sino de rescatar lo esencial: el valor del voto libre, la separación de poderes, el diálogo entre diferentes y la educación cívica como base del cambio.

Retomar el camino democrático significa volver a creer en la palabra, en el derecho y en la participación responsable. No hay democracia sin representación, pero tampoco la hay sin ciudadanos activos y conscientes. Ese es el reto que tenemos: pasar del plebiscito impuesto a la elección libre; del seguidor obediente al ciudadano que decide; de la emoción manipulada a la razón compartida. Solo así podremos construir una democracia verdadera, capaz de superar el populismo y de reconciliar a Venezuela consigo misma.


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