La carta de amor sin vida de Adolfo Hitler |
Escrito por Alexander Cambero | X: @alexandercamber |
Lunes, 02 de Septiembre de 2024 00:00 |
Cerca de la escuela estaba ella. Sobre una calleja de faroles azules, una hermosa niña recorría la calzada. Fue así como el pequeño Adolfo Hitler la vio por primera vez. Ese día estuvo más retraído que de costumbre. En reiteradas ocasiones fue reconvenido para que prestara atención a la clase, sus operaciones matemáticas fueron erradas, no supo resolver los cuestionarios de idiomas, solo tenía cabeza para trazar la belleza de la niña en un papel. En el recreo se fugó de la escuela para volver a mirarla con mayor detalle. Del maletín extrajo su libreta de dibujo, quería plasmar cada rasgo de la niña; que ahora observaba los alrededores desde su templo de ojos azules. El pequeñuelo Adolf, fue aproximándose hasta el pórtico del inmueble; proyectaba penetrar el mágico mundo de la chiquilla. Cuando estaba a escasos metros un cierre abrupto de la ventana despabiló al inocente enamorado. Lloró desconsoladamente, mientras las ventanas parecían selladas por el adhesivo del desprecio. Aguardo hasta que la noche cayó sobre sus espaldas, sus pasos se extraviaron por las callejuelas llenas de materos y farolitos que resistían la noche. En su casa lo esperaban alarmados, que un niño de ocho años no llegase a casa después de salir del colegio municipal de Leonding no era común. Regresó cabizbajo sin ganas de cenar su Selchfleisch, un plato basado en carne ahumada y luego cocida, servida con Sauerkraut y bolas de masa hervidas. Dejarlo sin probar llamó la atención de su madre. La noche estrellada supo de su llanto; por una niña que lo hizo conocer el primer misterio del amor.
Una flor en la ventana… El decidido enamorado quiso ir por todas. Cada mañana se plantaba hasta la casa de la niña de trenzas azules. Siempre aguardaba como, un leopardo entre los jardines, que daban al parque contiguo al inmueble de su amada. Cuando se percató de la no presencia de transeúntes; escaló la verja de ladrillos y madera para colocar una flor en la ventana. La rosa se mostraba altiva en los recónditos deseos del corazón del niño. Después de una hora las ventanas se abrieron y fue la luz para Adolfo Hitler. La niña tomó la rosa entre sus manos, la observó con delectación, algo removía una sinfonía olvidada en los predios de la pequeña comarca de dieciséis mil habitantes. El timbre escolar saca al intrépido enamorado de sus pensamientos, volvió al salón con el corazón emocionado. Al verla mejor sus dibujos tenían mayor impregnación, los colores precisos, con el azulado del cielo sobre los ojos del dibujo. La niña estaba adherida en cada átomo de su ser, un interés revoloteaba en su pecho cuando plasmaba trazos sobre un papel. Esta vez las operaciones matemáticas fueron todo un éxito. Leyó con fluidez en la clase de idiomas, compartió con chicos en el recreo, jugó al fútbol siendo el porterito del equipo de la segunda clase. El maestro Karl Mittelmaier, con el que empezó su enseñanza, le concedió las mejores calificaciones. El pequeño Adolf se había mostrado siempre muy obediente. Sus artículos escolares estaban siempre en el mejor orden. Se mostraba exultante, su júbilo contagiaba a todos aquellos estudiantes ávidos de emprender el vuelo hacia futuros esperanzadores para un poblado pequeño. Ese día estaría marcado por la visión en la ventana. Cuando el día comenzaba a vestirse de penumbra llegó a su casa. Allí sí devoró los panes de centeno y el estofado de carne. Dormir significaba acercarse a ella, cruzar los sueños a través de una imagen recurrente, se fue llenando de ella en el silencio de la inocencia, la observó en cada estrella sobre el firmamento de la pequeña comarca. Los gallos cantaron mientras la sonrisa cubría de complicidad en la orfandad del sueño, una tardanza enorme para levantarse al desayuno preparado por su madre. Un capítulo marcado por cinceles de piedra, la vida infantil alborotada como cuando el fútbol describe una parábola para alojarse en la red.
Un viaje inesperado… El autoritarismo de su padre Alois, hizo mella en su personalidad, las inclinaciones artísticas de Adolf Hitler, eran severamente cuestionadas por el progenitor que mantenía el criterio que los hombres no pintaban cuadros. Deseaba para él un trabajo donde se distinguiera. Aquellas reiteradas reprimendas por perseguir ser artista le ganaron la animadversión del padre. Solo su madre Anna Schickgruber le daba un apoyo ilimitado. Sus problemas familiares lo hicieron huraño y retraído. El buen alumno inicial se hundió entres vulgares calificaciones, nada le importaba más allá que el arte, sus escasos amigos le huían como mortífero portador de la peste bubónica. Dentro de sus confusiones espirituales se encuentra con la noticia del viaje de la familia Manishewitz hasta Berlín. La niña era la primogénita de un matrimonio de origen bávaro. Se apersonó en las inmediaciones del inmueble. Al caer la tarde las puertas se abrieron, los sirvientes cargaban los equipajes en un carruaje escrupulosamente negro de bordes dorados. Los esposos Manishewitz salieron con la pequeña Ana en los brazos. Adolf Hitler los observaba cuando se alejaban por las callejuelas de la ciudad. Jamás volvió a cruzar por aquel rumbo de desperdigados sentimientos. Con apenas ocho años experimentaba un dolor más lacerante que los fuetazos de su padre, aquellos desgarraban la piel, estos perforaban el alma, con otro sabor en las lágrimas. El solitario niño se hizo más ausente, pocas cosas le importaban en su vida en Linz. Después de la muerte de su severo padre en 1905 se muda a Viena en donde trató de ingresar a la escuela de artes. Es rechazado por carecer de talento. Se hizo un lector voraz con predilección en el arte de la guerra. No logró culminar la secundaria, pero se esforzaba por aprender en condiciones económicas desoladoras. Fue un vagabundo que vivió de la limosna pública. Pintó algunos cuadros que vendió por la lástima que generaba en bondadosos corazones vieneses.
Una carta muerta… En la mocedad de Adolfo Hitler, el amor se instaló en el recuerdo de Ana Manishewitz. Quiso escribir una carta sin destino que testimoniara sus sentimientos. El papel en blanco en irrebatible virginidad: permanecía entre sus manos presurosas. Si ese pliego hubiese recibido las caricias de una seducción inteligente, seguramente protagonizaría una historia en donde el romance se volcaría como potro salvaje. Allí solo existían espectrales manifestaciones del mal gusto. Las ideas que fluían eran vagas carantoñas al estilo fútil del mediocre. Les faltaba brillo a sus letras carentes de algún sentido. Una y otra vez arrugaba sus cartas para lanzarla al piso. Durante mucho tiempo quiso hacerlo hasta quedar exangüe. Contradictoriamente podía escribir párrafos auspiciando el nacionalismo alemán. Las palabras por su fantasía eran tan profundas que el amor terminó ahogándolo…
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