El rey Bukele I
Escrito por Trino Márquez C. | X: @trinomarquezc   
Jueves, 07 de Agosto de 2025 00:00

altDesde que Nayib Bukele cosechó sus primeros éxitos en la presidencia de El Salvador, a partir de 2019, comenzó a verse que maniobraría –aprovechando la crisis social, económica e institucional del país- para tratar de lograr la aprobación de su reelección indefinida.

No solo obtuvo ese privilegio indebido, sino que además elevó el período presidencial a seis años. Bukele se eternizará en el Gobierno.

El populista, carismático y aún joven mandatario –apenas frisa los 44 años-, en su primer período como gobernante comenzó por allanar la Asamblea Legislativa con el argumento de presionar a los diputados para que aprobasen un presupuesto que le permitiese financiar los planes de seguridad contra las pandillas. Luego, se valió de una mayoría circunstancial para aprobar en el órgano legislativo el cambio legal que le permitiría reelegirse en 2024, cuando concluiría su primer período presidencial. El cambio propuesto fue elevado a la Corte Suprema de Justicia (CSJ), instancia en la cual fue ratificado, a pesar de configurar una clara violación de la Constitución sancionada en 1983, antes de los Acuerdos de Paz de Chapultepec, en 1992, que dieron por finalizado el conflicto armado en El Salvador.

Bukele, luego de ser alcalde de San Salvador con el apoyo del FMLN, se filtró por las rendijas abiertas por el descalabro de este partido y de Arena, las dos fuerzas que se turnaron en el poder desde comienzos de los años 80, para proponer e imponer un proyecto hegemónico que ahora probablemente costará décadas de lucha y numerosos sacrificios a los demócratas salvadoreños.  

La base de la popularidad de Bukele reside en el éxito alcanzado en la lucha contra la delincuencia organizada, encarnada especialmente por la Mara Salvatrucha (MS-13) y Barrio 18, pandillas que nacieron en Los Ángeles, y luego de las deportaciones de los pandilleros por parte del gobierno del Bill Clinton hacia El Salvador, comenzaron a operar en este país con ramificaciones en otras naciones de Centro América y Estados Unidos, donde siguieron actuando. 

En esa guerra sin cuartel, los salvadoreños privilegiaron la seguridad sobre el respeto a los derechos humanos y la legalidad. Bukele en 2022 decretó el estado de excepción, quedando a partir de allí con las manos libres para actuar con dureza e impunidad frente a las bandas organizadas. Los políticos, periodistas y organizaciones civiles que lo han criticado por pisotear los derechos humanos y desconocer la ley, han sido escarnecidos. Según sus palabras, para el pueblo salvadoreño la seguridad y tranquilidad ciudadana se encuentran por encima de cualquier otra consideración jurídica. No hay nada más humano que salvaguardar la vida de los ciudadanos, repite. La construcción del Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot), se convirtió en un símbolo del éxito frente al delito. La ferocidad con la que Bukele ha actuado Bukele, cuenta con el apoyo mayoritario de la opinión pública y las fuerzas del orden. Este respaldo ha fortalecido su prestigio dentro de El Salvador. La llegada de Donald Trump a la Casa Blanca y la cercanía ideológica de ambos personajes, le ha dado mayor proyección internacional. En la actualidad es uno de los gobernantes con mayor apoyo popular en América Latina. 

Mi crítica a Bukele se fundamenta en que, además de condenar sin posibilidades de apelación y redención de los delincuentes, está valiéndose de sus indiscutibles logros en el área de la seguridad ciudadana y la popularidad alcanzada, para destruir la democracia. 

Ningún gobernante democrático debe valerse de sus conquistas y  éxitos para buscar eternizarse en el poder. La eficiencia está intrínsecamente ligada al ejercicio del mando. Cuando un candidato a gobernar anda en campaña electoral, promete ser eficaz, cumplir con su programa y satisfacer las aspiraciones de sus electores. Si lo logra, de ningún modo esto lo habilita para pretender quedarse indefinidamente gobernando. El mandatario, como cualquier otro funcionario público o trabajador, está obligado a cumplir con su deber. La nación solo debe premiarlo con el reconocimiento de sus méritos como mandatario. Hasta ahí. 

La democracia debe estar determinada por los períodos finitos de quienes la presiden. La eternización de los mandatarios conduce inevitablemente a alinear al Estado y la sociedad con el objetivo de la reelección. Cuando eso ocurre, se busca doblegar al Poder Judicial; acabar con la oposición crítica que aspira al Gobierno y, a la vez, se promueve una oposición dócil que pueda ser tolerada; silenciar los medios de comunicación independientes; perseguir la militancia en partidos y movimientos políticos, sindicatos, gremios y asociaciones civiles capaces de vigilar y servir de contrapeso a la gestión gubernamental.

Hay que recordar la frase de George Washington cuando un grupo de destacadas personalidades de diferentes ámbitos, luego de sus dos exitosos períodos de gobierno, le propuso que se convirtiera en Presidente vitalicio: “Estados Unidos necesita un líder, no un rey”, fueron sus palabras. Los líderes que necesitan todas las naciones surgen cuando las cúpulas se renuevan a través de mandatos finitos, único mecanismo que propicia la emergencia de figuras alternativas y proyectos novedosos.

Las monarquías parlamentarias europeas, ejemplo invocado por Bukele para justificar su decisión, nada tienen que ver con su trastada. En las monarquías europeas, los reyes carecen de poder para gobernar; constituyen figuras que simbolizan la unidad e identidad nacional. El poder se ejerce en la esfera de la confrontación, el diálogo y la negociación entre fuerzas y líderes que se mueven en el plano de la política democrática. 

A la democracia salvadoreña le saldrá muy caro tener a Bukele I. 

    
 


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