De las desgracias del fanatismo
Escrito por Mibelis Acevedo D. | X: @Mibelis   
Martes, 25 de Noviembre de 2025 05:53

alt“El único remedio que hay para curar la enfermedad epidémica del fanatismo es el espíritu filosófico”.

Así afirmaba François-Marie Arouet, mejor conocido como Voltaire, en el apartado sobre el Fanatismo que incorpora a su Diccionario Filosófico (1764). Su habilidad para el sarcasmo, ese ingenio para interpelar el modo vulgar de pensar (pues no siempre lo que llamamos “sentido común” nos arroja a los brazos de la sabiduría); en dejar al desnudo las incoherencias de ciertos imaginarios, en combatir la demagogia o neutralizar la información tendenciosa, es tan valiente como encomiable. De hecho, no fue poca la persecución que sufrió por esos modos suyos de incomodar a las élites con saetas que herían incluso a quienes podían considerarse parte de su propia “tribu”: nobles, jesuitas, franceses, ginebrinos.

Defensor del debate y por tanto consciente del valor de la diferencia, su apelación entusiasta a la razón en tiempos de intolerancia religiosa es harto conocida. Su rechazo ante la persecución que el rey Luis XIV desata contra el protestantismo tras la revocación del edicto de Nantes, se vuelve en sus tiempos un asunto público. De ello da fe el “Tratado sobre la tolerancia” (1763) escrito a propósito de la muerte del hugonote Jean Calas, injustamente acusado y ejecutado el 10 de marzo de 1762 por el presunto asesinato de un hijo, Louis, convertido al catolicismo. Obra y circunstancia que no sólo se adelantan al famoso “J’accuse…!” que Émile Zola, en 1898, difunde a propósito del caso Dreyfus; sino que conecta el tenaz espíritu de nuestro autor con preocupaciones que mutan y reviven incluso en la posmodernidad.

“No debió serle fácil enfrentarse a todos para defender a una pobre familia de apestados”, comenta al respecto la periodista, psicóloga, escritora española Rosa Montero; “ir en contra de la corriente general es algo sumamente incómodo”. Al tiempo que pujaba a favor de la revisión del caso y la rehabilitación de los Calas (lo cual logró en 1765), Voltaire aboga en su revolucionario texto por la libertad de culto, tilda a las guerras religiosas de prácticas violentas y bárbaras, afirma que nadie debe ser perseguido o morir por sus ideas; y describe al fanatismo como una enfermedad de la mente que, contraída como la viruela, debe ser combatida y erradicada. Por esos señalamientos que se consideraron heréticos, y en clara demostración de lo que denunciaban, el texto fue incluido en 1766 en la lista negra de la Iglesia católica, el Index librorum prohibitorum. Junto al Diccionario Filosófico Portátil, el trabajo fue lanzado a las hogueras de las vanidades en Ginebra, en París, en Roma. Tal censura, no obstante, sólo lo volvió más atractivo.

He allí al verdadero enemigo, pues. Ese pánico que cierra la puerta a la aceptación del contraste. El irracional convencimiento que se encaja y se propaga como mala hierba gracias no a la solidez de la argumentación, sino a la imposición dogmática de las emociones y el triunfo de los sectarismos. “Los hombres solo delinquen cuando perturban a la sociedad”, sigue Voltaire. Y “perturban a la sociedad tan pronto como caen en las garras del fanatismo. En consecuencia, si los hombres quieren merecer tolerancia, deben empezar por no ser fanáticos”. Avisa además que el fanatismo es a la superstición “lo que el delirio es a la fiebre, lo que la furia es a la ira… el fanatismo es sencillamente la superstición puesta en acción”. Mientras menos supersticiones, menos fanatismo; y mientras menos fanatismo, “menos desgracias”.

Por su extraordinaria pertinencia, vale la pena citar extensamente sus disertaciones sobre el tema. Quien “tiene éxtasis, visiones, quien toma sus sueños por realidades y sus imaginaciones por profecías”, sostiene, “es un fanático novato que da grandes esperanzas: pronto podrá matar por amor de Dios. (…) Las leyes siguen siendo completamente impotentes ante estos arrebatos de ira; es como leerle un decreto a un loco. Estas personas están convencidas de que el espíritu santo que las posee está por encima de la ley, que su celo es la única ley que deben acatar. ¿Qué se le puede decir a un hombre que afirma preferir obedecer a Dios antes que a los hombres y que, por consiguiente, está seguro de ganarse el cielo degollándote?”. Pensando en la desgracia de los Calas, y al margen de las mentadas “sinvergüenzuras teológicas”, también alude Voltaire a los fanáticos de sangre fría: estos jueces que condenan a muerte “a los que no tienen otro delito que no pensar como ellos; y estos jueces son tanto más culpables, tanto más dignos de la execración de la humanidad en cuanto que, no estando en un arrebato de furia -como los Clément, los Chastel, los Ravaillac, los Damiens- era probable que pudieran escuchar a la razón”.

Su conclusión es irrebatible: el fanatismo es incompatible con la paz. Lamentablemente, aquello para lo que propone razonable cura parece una patología difícil de desentrañar, en tanto manosea, hurga, se arrellana en la propia condición humana. El problema con este “fanático” (del latín “fanaticus”, frenético, el que habla o se comporta con furor) es que no distingue el límite entre la defensa apasionada de su sacrosanta verdad, su justicia, su causa, y la verdad -también legítima- de su interlocutor. No en balde la etimología del término, su invocación a ese “fanal”, esa luz sagrada, ese templo latino o “fanum” remite a la posición de quien habla inspirado por lo divino. Por supuesto, por su naturaleza, es muy obvio que la religión ofrece campo fértil para dicha desmesura, esa adherencia feroz al dogma propia de la “cualidad fanática”. Pero en tanto emparentada con la creencia (cuando sustituye a la convicción razonada), a la formación de mitos y cultos, a la instigación de la fe en tiempos de irresolución (en lugar de la confianza condicionada por resultados), la política no se salva de los defectos antes descritos. 

Siguiendo a Amos Oz, quien observaba que el fanatismo es tan antiguo como la humanidad misma, habría que detenerse en esa estructura que el mismo Voltaire delinea: hablamos de un mal social que, en tanto “plaga de las almas”, se incuba en el fracaso psíquico temprano, el del inconsciente subyugado. A eso que los especialistas describen como un mecanismo compensatorio y sustitutivo, Freud aludió directamente cuando habló de la “fe fanática del comunismo” (1932). Pero antes ya había sentado bases para su estudio al advertir sobre la disolución del yo entre individuos atrapados por deidades modernas, borrados como sujetos psíquicos y arrastrados en masa por el influjo de líderes carismáticos. Como bien explica la psicoanalista Sodely Páez, estas figuras fomentan la ilusión del encuentro con la imagen del padre todopoderoso y protector del que carecieron en la primera infancia. “Esta idealización coexiste con el rechazo de todo lo diferente, que se percibe como amenazante y generador de ansiedad”.

Ocurrió en el siglo de Voltaire, y mucho antes que él. Ocurrió después, cuando esa sensación de incertidumbre y orfandad intolerables llevó a sociedades del siglo XX a hundirse en los pantanos de la infantilización, de la obediencia destructiva e incondicional, víctimas de la trampa de la identificación heroica. Y al parecer está ocurriendo en pleno siglo XXI, cuando los miedos fabricados ante la amenaza de los “nuevos bárbaros”, los invasores, los otros, llevan a diseñar sibilinas cruzadas para librar al mundo de su maldad. “¡Oh témpora, oh mores!”, diría Cicerón. Aplicar el remedio de Voltaire, contagiar “de persona a persona” ese espíritu filosófico que finalmente “suaviza la moral de los hombres”, nunca fue tan necesario.


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