Ser feliz, quizás no hay anhelo y deseo más fuerte y humano que este.

Todos buscamos la felicidad y cada uno tiene su propia idea, sobre cómo ser feliz.

Pero realmente nadie sabe la fórmula de la felicidad y el que cree tenerla o haberla conseguido, pronto, tarde o temprano, la realidad se encargará de desengañar.

Las teorías sobran, sobre la felicidad. Los libros de autoayuda, la prometen. Hasta los filósofos nos hablan de ella, en particular el epicureísmo y su realista CARPE DIEM.

La felicidad existe, pero por momentos, instantes, tiempos cortos por definición, situaciones concretas, que hay que entender y construir para que perduren, por ejemplo, una familia, una vocación, etc.

La angustia de finitud, enfermedad y muerte conspira contra la felicidad y las carencias materiales, morales y espirituales, estas dos últimas, de nuestra absoluta responsabilidad.

Nuestra temporalidad y después las etapas de la vida, con sus afanes y problemáticas y las muy difíciles relaciones humanas, en todos los aspectos y la gran distancia que hay entre lo que quisimos ser o tener y lo que logramos efectivamente.

Casi siempre envejecemos insatisfechos, con nosotros mismos, con los demás, con las circunstancias. Por eso la verdadera sabiduría, sin renunciar a la felicidad, trasciende y nos habla de serenidad, equilibrio, etc.

El gran escritor, Jorge Luis Borges, lo expresó muy bien, cuando dijo que se arrepentía de no haber sido feliz, aunque ahora disfrutará de la serenidad.

Cuántas veces, en nuestra vida, pudiendo ser felices con tantas cosas, sencillas y maravillosas que nos rodean, no las identificamos, porqué creemos que la felicidad es otra cosa y que nos merecemos algo más y mejor.

Solo cuando algo se pierde, se estima, mientras seguimos soñando con quimeras, ilusiones, hasta que la realidad-real nos alcanza y viene el desengaño, la amargura, la soledad.