Un problema del consumo de información masiva es que suele elevar el lugar común al virtuoso pedestal del “sentido común”.
En años dominados por el auge de las redes sociales ya es habitual ver cómo las frases hechas, las creencias de moda y la codificación del lenguaje para que sirva a los propósitos de las nuevas tribus acaban desplazando a la opinión experta. A merced de la reacción antiintelectual -y ligada a los pulsos del neopopulismo- incluso el dato verificado se desprecia y degrada en atención a las necesidades de la propaganda… ¿Acaso no fue la postura anti-ciencia durante la pandemia un reflejo de esa distorsión? Considerar la complejidad a la hora de hacer juicios, lejos de una premisa que invite a alejarse de la hemiplejia de los absolutos, prácticamente se percibe como un estorbo en el mundo 2.0.
Con mayor razón cabe revivir la advertencia que lanzaba Isaac Asimov (¡en 1980!), su inclemente y razonable azotaina a quienes eligenx el oscurantismo y equiparan su opinión gruesa, el “conocimiento de oídas” con la “verdad”. Al tiempo que manifestaba su acuerdo con la sentencia que justifica la libertad de prensa, “la gente tiene derecho a saber”, en su ensayo El culto a la ignorancia Asimov criticaba el impacto de la ola antiintelectual en EE. UU para frenar esa aspiración. La sentencia en cuestión, dice, “está vacía de contenido si tenemos una población ignorante”. El trabajo describe el antiintelectualismo como “una constante que ha ido permeando nuestra vida política y cultural, amparado por la falsa premisa de que democracia quiere decir que ‘mi ignorancia vale tanto como tu saber’... Ahora los oscurantistas tienen una nueva consigna: ‘¡No confíes en los expertos!’. Hace diez años era ‘No confíes en nadie que tenga más de 30 años’. Pero los que aireaban tal consigna vieron que la alquimia inevitable del calendario los acabó volviendo a ellos unos treintañeros indignos de confianza, y parece que decidieron no volver a cometer ese error jamás. ‘¡No confíes en los expertos!’ es algo que se puede decir sin ningún peligro. Nada, ni el paso del tiempo ni la exposición a la información, los convertirá en expertos en nada de provecho”.
La tenaz hostilidad hacia el saber y esa apelación demagógica a la "gente común" contra una élite percibida como petulante, desconectada de la realidad de las mayorías y moralmente defectuosa, constituyen así una doble amenaza para sociedades en las que las audiencias ya no comparten epistemologías. Pero una verdadera paradoja tiene lugar cuando parte de esa misma élite es seducida por la retórica antiintelectual que deslegitima a académicos e instituciones que no son percibidos como miembros del mismo bando político. He allí otro de los exóticos rostros del fenómeno. Expertos que, acaudillados por oscurantistas, desinformados y negacionistas con poder, optan por sumarse a la comparsa que refrenda acríticamente cualquier disparate que el jefe de turno tenga a bien proponerles.
El asunto se complica, pues revela una dimensión no sólo ligada a ese “culto a la ignorancia”, sino también al sesgo de confirmación que se instala como resultado de la polarización política. En cuanto a esa tentación a quedarse exclusivamente con el dato que reafirma nuestra creencia de base y favorecer la inversión de valores que propone el populista, la preclaridad de Asimov también asomaba algunas variables que, visto lo visto, no han perdido vigencia. Poniendo como ejemplo el reemplazo de las señales de tráfico por dibujos “que tratan de hacerlas más legibles”, o la minusvalía de todo mensaje escrito en TV para priorizar sonidos e imágenes, Asimov ilustraba cómo la simplificación se convierte en atajo que, al ahorrar esfuerzo y abreviar la elaboración cognitiva, también reduce la capacidad para comprender a fondo y discernir las diversas texturas de la realidad. La habilidad lectora en los colegios “está paulatinamente a la baja”, avisaba entonces a los estadounidenses; una situación que hoy tampoco resulta ajena a nuestro país. Recordemos que a santo de la presentación del informe SECEL-UCAB en mayo de este año, el coordinador general de CECODAP, Carlos Trapani, advertía que “más del 80% de los estudiantes venezolanos de primaria y bachillerato no entienden lo que leen ni logran operaciones básicas de matemática”. Asimismo, el director Académico de Post Grados de la UCV, Tulio Ramírez, anunciaba en días recientes que un 80,25% de los nuevos inscritos en la Facultad de Ciencias de dicha universidad “no fue capaz de superar las exigencias del primer semestre”.
En esos mermados terrenos de formación del pensamiento crítico, lógico y deductivo, y con una ciudadanía doblemente despojada de herramientas, tanto de hard skills -habilidades técnicas específicas y medibles- como soft skills -las competencias personales e interpersonales que facilitan la adaptación e integración social- la impronta anti-conocimiento tiene garantizada su primacía. Si repasamos la historia de endosos calificados que recibió Chávez en su momento, por ejemplo, o si tomamos nota de los requiebros de miembros y asesores del gobierno norteamericano encabezado por Trump, comprobaremos además que ni siquiera los expertos se libran de tales influjos; y que darle la espalda a cierta información para validar dogmas y posverdades con fines de propaganda, es parte del ritual que habilita la adhesión y pertenencia plena a la tribu.
Pero volvamos al punto de partida: esa peligrosa tendencia a aplastar el conocimiento experto o la opinión documentada para imponer lo que el dicta el presunto “sentido común”, el sentir avalado por “el pueblo”, la mayoría cuasi-numinosa. Lamentablemente, ante la ceguera identitaria de poco valen las más elaboradas explicaciones. El uso de la categoría “polarización política”, verbigracia, resulta especialmente llamativo en el caso venezolano. Apelando al criterio de autoridad relevante en materia de comunicación política y formación de opinión pública, una y otra vez se ha señalado que dicha categorización aplica donde la conversación pública tiende a alinearse en virtud de posiciones contrapuestas y extremas, de acuerdo a una identificación ideológica o partidaria. Más que cantidad, en todo caso, alude a una cuestión de intensidad. Ese exceso agusana no sólo el debate que se daría en contextos democráticos, aquellos que garantizan la libre expresión de la opinión. De modo similar afectará los espacios de intercambio en contextos autoritarios, en especial si consideramos que no se trata de un fenómeno circunscrito a las élites políticas, intelectuales o mediáticas, sino que atraviesa a la sociedad en general (Abramowitz y Saunders, 2008), contribuyendo a producir imágenes sesgadas, estereotipadas, falsas de la realidad, y produciendo efectos profundos en materia de relacionamiento con el debate público allí donde es posible darlo.
La creencia y su correspondiente talego afectivo también nos desafían en ese caso. “No existe polarización en Venezuela”, se insiste con vehemencia y hasta eventual ferocidad, sin advertir que la sola afirmación contiene ya una carga polarizante. La frase, de hecho, opera como cliché discursivo, una marca tribal en las discusiones en redes sociales; espacios públicos donde mandan los “pocos, pero influyentes” (J. Hunter, 1992), y el intercambio de opinión encuentra un foro desfigurado por la endogamia de las cámaras de eco; pero foro al fin. Junto con la descalificación brutal de la argumentación autorizada que intenta el contraste, es fácil ver también cómo las posiciones no sólo se dividen frente a asuntos cotidianos o neutros, sino que responden a las percepciones del “ellos” y “nosotros”. Una dinámica que muestra a ciudadanos “cada vez más rencorosos y descorteces políticamente en sus interacciones, incluso en presencia de posiciones sobre temas comparativamente moderados” (L. Mason, 2015).
Creer vs saber. Gracias a esa fórmula fatídica se va reduciendo la calidad del debate público, tragado por los algoritmos, la descalificación del conocimiento experto, la dicotomización populista, la intransigencia. Al calor de estos trastornos no dejamos de preguntamos cómo la simplificación de conceptos que merecen matizarse ayudará a construir esa idea de democracia que unos y otros instrumentalizan, pero que en la práctica se vacía inexorablemente.
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